Columna publicada el miércoles 28 de octubre de 2020 por el Diario Financiero.

Es probable que muchas personas hayan decidido su voto para el plebiscito apenas se firmó el acuerdo del 15 de noviembre. Otros, en cambio, dudamos hasta último minuto. Desde luego, era perfectamente legítimo optar con rapidez por una u otra alternativa, pero lo cierto es que podían invocarse argumentos razonables tanto para el Apruebo como para el Rechazo.

Esta última opción tenía a su favor el escepticismo propio de quien mira con recelo los discursos líricos o refundacionales, y la confianza desmedida en los textos legales; todo ello era común a distintas versiones del Apruebo. Además, desde fines de 2019 se instaló en los ambientes oficialistas la estrategia según la cual convenía contrapesar los porcentajes. “Perder por poco, o no por tanto”, parecía ser la consigna.

Pero si bien el “voto estratégico” no surgió de la nada —fue una reacción a las pasiones antidemocráticas de cierta izquierda—, se mostró progresivamente ineficaz. A fin de cuentas, los resultados del plebiscito sugieren que el Rechazo apenas logró persuadir a la mitad de los electores que suelen optar por la centroderecha. Sea por la incapacidad de dibujar una ruta alternativa creíble, sea por el factor de clase —el anhelo de cambios significativos es muy transversal más allá de las élites–, el hecho es que la pura negativa definitivamente ya no moviliza en el Chile postransición.

Ahí reside la mayor lección para el oficialismo: es la hora del reformismo decidido. El desafío es intentar conducir los cambios para que lleguen a buen puerto, porque el orden de los noventa —la transición pactada— ya no volverá. El momento exige narrativas y diagnósticos sociológicos acordes al Chile actual (la lógica “sin complejos” llevó a La Moneda a desperdiciar una votación histórica), así como también un elenco de reformas socioeconómicas profundas y sustentables. Guste o no, hay que tomarse en serio el descontento, porque es tan inorgánico como masivo; hay que responder de manera proactiva e innovadora al deseo de un nuevo pacto social, sobre todo si comprendemos que excede las posibilidades de las leyes e incluso del Estado; y hay que levantar propuestas ante los múltiples debates que vienen por delante.

En efecto, durante los próximos años se discutirá acerca del tipo de Estado, de los derechos sociales y de nuevas vías de participación ciudadana, entre muchas otras cosas. Todo esto supera a la Constitución, y de ahí la importancia de que tanto el Ejecutivo como el Legislativo estén a la altura de las circunstancias. Pero en la medida en que la organización y distribución del poder suponen un acuerdo significativo sobre su legitimidad, tampoco sorprende demasiado la abrumadora mayoría que apoyó el cambio constitucional.

Se trata de un escenario muy exigente e incierto, pero no necesariamente negativo. Basta recordar el abismo al que nos enfrentábamos la segunda semana de noviembre de 2019. En los sugerentes términos de la historiadora Sol Serrano, el ocaso del orden posdictadura se tradujo en un insostenible silencio, que terminó con el griterío de la crisis de octubre. Sin embargo, ni el silencio ni el grito permiten salir del marasmo. Ante el vacío que se produjo —La Moneda, de nuevo, tiene gran responsabilidad en esto—, únicamente la palabra inherente al diálogo, la deliberación y el debate razonado puede ayudarnos a configurar un horizonte compartido. Y fue confiando en esta posibilidad, aunque sea remota, que muchos votantes habituales del centro y la derecha marcamos Apruebo.