Columna publicada el 20.08.19 en El Líbero.

Hace algunas semanas, la posibilidad de que María Luisa Brahm, entonces ministra del Tribunal Constitucional (TC) desde 2013, fuera nombrada presidenta de dicho organismo tuvo bastante respaldo en el oficialismo. Sin embargo, el apoyo cerrado a su figura refleja con lujo de detalle la profunda desorientación que aqueja a la mayoría de la élite política, y en particular al oficialismo. Para tratarse de un sector que insiste, como un mantra, que el Tribunal Constitucional es “apolítico”, parecen ser pocos los reparos con el nombramiento de una persona tan cercana a Sebastián Piñera. Pero lo más llamativo fue el tipo de argumentación para rechazar las críticas cuando el nombramiento era todavía una posibilidad.

El argumento fue el siguiente: si bien el control democrático de las instituciones es deseable, no resulta “conveniente” o “aconsejable” cuestionar explícitamente la nominación de la ministra Brahm, pues hacerlo puede causar recelo en la opinión pública ante el Tribunal Constitucional. Desde este punto de vista, así se fomenta la desconfianza en las instituciones, al empañar –por razones “políticas”– un nombramiento que ya dispone de suficientes credenciales técnicas como para liderar adecuadamente el Tribunal.

Esta respuesta refleja una comprensión muy discutible, sin embargo, de cómo se produce la legitimación (y deslegitimación) de las instituciones. La posición del oficialismo presupone, por decirlo de alguna manera, que bastarían un par de columnas y cartas al director para empañar un nombramiento que, hasta el momento, era inmune a toda controversia. Pero simplemente no es el caso.

El oficialismo parece haber perdido de vista la profundidad con que ha sido cuestionado el Tribunal Constitucional en los últimos años, demostrando así una memoria peligrosamente selectiva. ¿Se habrá olvidado del discurso de las “trampas constitucionales”? ¿O las movilizaciones por una asamblea constituyente, que condenaban al Tribunal Constitucional como un mero enclave para proteger la herencia institucional de la dictadura militar? ¿O el interés con que fue leído el trabajo de figuras como Fernando Atria? El oficialismo pareciera creer que las palabras tienen una eficacia autónoma, una especie de magia que les permite construir (o destruir) legitimidad sin tener un correlato histórico concreto.

Pero esto esconde algo más: cómo ciertos sectores políticos están anclados en grupos sociales que permanecen ajenos a la trayectoria de las mayorías. La derecha, por razones biográficas, se mueve mayoritariamente en un mundo donde el poder es tácito, se da por sentado, y entonces no entiende en qué sentido está cuestionado. Sea que se alimente de tradicionales creencias clasistas –como que “la gente es tonta”– o una fe insólita en la capacidad del mercado para domesticar la agencia política, la derecha no se da cuenta de que su poder no está socialmente legitimado: que no tiene suficiente fuerza para imponerse sin cuestionamiento (y lo delicado que es gobernar en una posición así).

Por eso, a la derecha incidentes como la irregular estadía en China de los hijos del Presidente, el no pago de contribuciones de su casa en Caburgua, el “gabinete sin complejos” de inicios del gobierno (que terminó en un montón de complejos sin gabinete) o el respaldo de la ministra Brahm, al final, no la tocan, porque cree sinceramente que ella está más allá de ese cuestionamiento. No ve, como ha advertido repetidamente el PNUD, cómo la ciudadanía en Chile ha construido su biografía de espaldas y a pesar de la esfera política, que considera el culmen del privilegio, la herencia y el poder fáctico. Y es a esa ciudadanía a la que hay que gobernar, no la que se imaginan los personeros del gobierno entre almuerzos, reuniones sociales y pasillos de La Moneda.