Columna publicada en diario Pulso, 17.10.13

 

Una de las cosas que más llama la atención del libro “El otro modelo” es el maniqueísmo militante de todos sus apartados políticos. En ellos la pluma de sus autores, liderados por Fernando Atria, “rezuma hiel” al escribir un concepto con el cual identifican a todos los que discrepen de sus ideas: “neoliberales”. El “neoliberal”, según el libro, sería alguien que cree que la sociedad y lo público no existen y que el mercado sería el único medio a través del cual los naturalmente egoístas seres humanos lograrían coordinarse pacíficamente, convergiendo intereses mezquinos y generándose, por esa vía, bienes públicos.

Frente a la maldad del “neoliberal” y su “modelo”, los autores del libro nos explican que la forma de nuestras relaciones estaría determinada por la estructura de incentivos del “sistema” en que vivimos, impuesta en forma brutal por un grupo de “neoliberales”. Frente a esto, habría hoy otro grupo de personas -ellos, los autores- que podrían modificar el “sistema”, pero apuntando al “interés general”, de modo de construir una “sociedad justa” en base a conductas altruistas entre los ciudadanos incentivadas por el “nuevo (otro) modelo”.

Dentro de esta visión, el aparato estatal sería el sinónimo exclusivo de “lo público” y el instrumento adecuado para “hacernos mejores” mediante la coerción institucional -que no implica necesariamente el control directo- orientada a alinear los intereses para hacer emerger el altruismo en torno a “bienes clave” que darían cuenta de que vivimos en una comunidad política (salud, educación, etcétera). Es por eso que los autores de “El otro modelo” no ven contradicción entre que alguien matricule a sus hijos en los colegios más caros y exclusivos de Santiago y proclame, a la vez, que desprecia ese acto, ya que el problema sería que el “modelo” actual no le entrega los incentivos para que su egoísmo natural sea ordenado al altruismo, y así no actúe de manera contraria a lo que considera bueno.

Ante esta propuesta, han surgido dos voces distintas: unas que afirman que efectivamente vivimos en un “modelo neoliberal”, pero que éste es bueno y nos ha traído grandes beneficios, ya que la naturaleza humana sería egoísta y el mejor modo para coordinar estas naturalezas egoístas sería el mercado. Algo así se vio a ratos en el poco matizado intercambio epistolar entre Axel Kaiser y Fernando Atria en El Mercurio. Otras nos dicen que no vivimos en un “modelo”, que el ser humano es capaz del bien -aunque débil frente al egoísmo- y que la sociedad no es reducible ni al Estado ni al mercado, sino justamente a todo lo que existe entre el individuo y el Estado, lo cual no es “diseñable”, ya que los seres humanos son libres y responsables. Un ejemplo de esta postura la encontramos en la columna de Daniel Mansuy titulada “La otra utopía”.

La ira pública de los autores de “El otro modelo” se ha dirigido, obviamente, contra los “neoliberales”, ya que ambos juegan en un tablero donde se sienten cómodos: aquel donde luchan los pocos que identifican sociedad y mercado contra los pocos que, como ellos, identifican sociedad y Estado. Uno en que, en otras palabras, se comparte la misma antropología, pero distintas estrategias frente a ella: la de convertir vicios privados en virtudes públicas o la de renunciar a la libertad individual que conduce al caos en aras de un Leviatán filantrópico.

Sin embargo, todo parece indicar que el debate realmente interesante estaría fuera de aquel tablero desgastado en que chocan “neoliberales de izquierda” con “neoliberales de derecha”. De hecho, ante la sensación del déficit de sentido de nuestra época, la pregunta realmente urgente parece ser cómo poner Estado y mercado al servicio de la dignidad y la libertad humana y ampliar, de ese modo, el tablero,  volviendo reflexivamente a las raíces del Estado, del mercado y del propio vínculo humano.

Esta discusión, que ya no es sobre “el modelo”, sino sobre cuál es la naturaleza de la dignidad humana y cómo podría reflejarse en nuestros vínculos e instituciones, es la que algunos libros editados o reeditados este año comienzan a anticipar, entre los que destacan “La ética de la libertad”, de Jorge Peña Vial, “Raíces cristianas de la economía de libre mercado”, de Alejandro Chafuen, y “Economía social de mercado en Chile: ¿mito o realidad?”, de Eugenio Yáñez. Estos libros están vinculados entre sí y parecen apuntar a actualizar el fructífero debate dado en los años ‘80 respecto de la compatibilidad entre liberalismo económico y doctrina social de la Iglesia, el cual reunió, en su momento, desde socialcristianos hasta liberales agnósticos, y que hoy podría abrirse a muchas más corrientes.

La pregunta pendiente es si esta discusión y su lenguaje alejado del maniqueísmo y la ideología llegarán a tiempo para terciar en un debate público a nivel país que parece secuestrado por la frivolidad, el espectáculo y la ausencia de matices -tal como quedó reflejado en el seudo-debate presidencial recién pasado- y podremos conversar ya no sobre cómo queremos “modelar” a los demás, sino sobre qué dignidad atribuimos a la vida humana, cuáles son los mejores caminos para proteger esa dignidad y qué exigencias plantean dichos caminos para el individuo, las familias, los cuerpos intermedios y el Estado. La pregunta es, en otras palabras, si seremos capaces de levantar la vista del mapa y pensar, por fin, observando el territorio.