Columna publicada el 24.02.19 en El Mercurio.

El viaje a Cúcuta del Presidente Sebastián Piñera ha vuelto a poner la cuestión venezolana en el centro de la discusión. El objetivo del periplo no es solo hacerse presente en la entrega de ayuda humanitaria, sino también ejercer presión sobre Nicolás Maduro y, a partir de allí, asumir cierto liderazgo regional. Como cabía esperar, la decisión ha generado duras críticas desde la oposición. Esta ha acusado al mandatario de instrumentalizar el problema venezolano con fines internos, y de buscar un objetivo más político que humanitario. Además, dicen, el Gobierno ha abandonado la vieja tradición de conducir las relaciones internacionales como política de Estado fundada en el consenso.

Estas críticas no parecen del todo justificadas, al menos como han sido formuladas hasta ahora. Si acaso es cierto que el Presidente instrumentaliza la política exterior, la oposición no hace algo muy distinto: en el mejor de los casos, todos juegan el mismo juego. Por lo demás, el entorno internacional -y en particular el latinoamericano- produce naturalmente divisiones internas: nuestros desacuerdos sobre Chile son también desacuerdos sobre el mundo (y bien lo saben los firmantes de la carta de apoyo a Lula). Por otro lado, el consenso propio de la política de Estado tampoco es un chicle que pueda estirarse hasta el infinito. Si bien es cierto que en cuestiones de soberanía es deseable que la clase política actúe unida, hay otros frentes donde dicha unidad es ilusoria. En ese contexto, cada gobierno tiene el legítimo derecho de instalar sus énfasis. ¿En qué medida el viaje de Michelle Bachelet a Cuba -que fue realizado a contrapelo del canciller Foxley y cuyo corolario fue el respaldo de Fidel a la causa boliviana- representó una política de Estado?

Nada de esto quita que la decisión de Piñera tenga riesgos muy altos. Por de pronto, la misma entrega de ayuda humanitaria resulta incierta, pues Maduro está decidido a impedirla. De hecho, aquí se enfrentan dos legitimidades contrapuestas: Maduro (que ordenó el cierre de fronteras) y Juan Guaidó (que emitió un decreto obligando a recibir la ayuda), y nada asegura que ese cruce sea pacífico. Además, en esta cuestión están involucradas potencias globales que tienen posiciones divergentes: mientras Trump empuja la salida de Maduro, el gobierno chino ha advertido que la entrega de ayuda puede tener “graves consecuencias”. Dicho en simple, en Venezuela hay demasiados factores que escapan al control del Presidente.

Sin embargo, el oportunismo no es la única explicación posible para dar cuenta de la apuesta presidencial. Si se quiere, el desacuerdo entre el Gobierno y la oposición no guarda relación con la naturaleza de la política de Estado, ni con la supuesta instrumentalización de las relaciones exteriores. Se trata, más bien, de un desacuerdo profundo respecto de la situación de Venezuela. El oficialismo considera que el régimen de Maduro entró en un estado de descomposición tal, que justifica una máxima presión: hay que hacer todo lo posible para debilitarlo. El Presidente viaja porque está convencido de que Maduro debe abandonar el poder, y cree que su presencia puede contribuir a acelerar ese desenlace. En función de esa convicción, está dispuesto a pagar costos. Si esto obliga a la oposición a dar contorsiones para justificar sus dudas respecto de Maduro, tanto mejor.

En efecto, aunque la oposición no tiene una postura única sobre la materia, tiende a ser mucho más benevolente cuando se trata de evaluar el régimen venezolano. Por lo mismo, todo lo que rodea a Cúcuta les parece excesivo y exagerado. En el fondo, piensan que no es para tanto. La mejor ilustración de esta posición la ha ofrecido José Miguel Insulza, al poner en duda el carácter humanitario de la ayuda. Según él, dado que las cantidades son más bien escuálidas en atención a la magnitud de la crisis, debemos concluir que el asunto es político y no humanitario (como si la ayuda insuficiente fuera por eso inútil: extraño raciocinio). Sin embargo, en este caso las dimensiones política y humanitaria están íntimamente conectadas. Si el diagnóstico de Piñera es correcto, entonces la crisis humanitaria tiene un correlato político, y a la inversa.

Ahora bien, es cierto que la gestualidad del Presidente posee cierta teatralidad que llama a confusión. En este punto, una crítica bien formulada -muy distinta a la esbozada torpemente por Insulza- podría ser pertinente. Es innegable que poner las convicciones en el centro del debate para confrontarlas con el adversario no tiene nada de malo. Sin embargo, para ganar en altura y proyección, todo esto podría ser hecho con algo más de sobriedad, sobre todo considerando la gravedad de la crisis venezolana. En otras palabras: las propias convicciones oficialistas estarían mejor atendidas si el Presidente estuviera más atento a defenderlas por lo que valen, y menos disponible para la reyerta pequeña. Así, quizás, podría transformar el episodio de Cúcuta en un discurso político que vaya más allá de la vociferación cotidiana.