Columna publicada el 22.01.19 en El Líbero.

Las opiniones políticas de la Defensora de la Niñez, Patricia Muñoz, son un ejemplo de como no debiéramos abordar la discusión sobre selección escolar.El punto aquí no es su activismo, sino la manera de dialogar con quien piensa distinto a uno. Hace un buen tiempo que no discutíamos sobre un asunto de fondo y no meramente procedimental, y al parecer el debate público está avanzando hacia allá. Una de las cosas que está en juego aquí es la difícil pregunta sobre qué significa exactamente educar a alguien. Se abren, así, un conjunto de preguntas vitales como el sentido comunitario de una institución educacional, el compañerismo y los efectos que genera la diferencia de conocimientos y capacidades entre alumnos en la misma sala de clases, la función de las notas y lo que realmente reflejan, o la relación alumno-profesor. Se trata de cuestiones de fondo, complejas, y muy disputadas.

La Defensora de la Niñez, sin embargo, quiere evitar esa discusión. En una reciente declaración pública señaló que, como la educación es un derecho, la selección escolar por notas no es admisible. Qué fácil sería razonar así. Qué sencillo es ese mundo en que, como las cosas importantes son derechos, las podemos llenar con el contenido de nuestras (controvertidas) posiciones políticas. Pero esta forma de razonar, por atractiva que parezca, es tramposa. La trampa que tiende la Defensora probablemente no es intencionada, pero es un ejemplo que vale destacar porque refleja la extendida mentalidad contemporánea a la hora de aproximarse a discusiones políticas. El truco es valerse del carácter pacífico que tienen los derechos —la educación es sin duda un bien público central— para hacer pasar como necesarias consideraciones que, en cambio, sí son materia de discusión y no están resueltas. La virtud, y al mismo tiempo la limitación, que tienen los derechos humanos es que nos indican que hay bienes importantes para la vida común. Sin embargo, nada nos dicen respecto de quién es específicamente el acreedor de ese derecho, o quién y bajo qué condiciones está obligado a prestar ese servicio, o la manera de ejercer la prestación. Decir que la educación es un derecho nada nos dice respecto de cuánta provisión estatal o privada debe haber, o de si la PSU es o no un buen instrumento, o si se puede o no leer a Pedro Lemebel. Tampoco nos dice si es justo seleccionar por notas, o si eso depende del origen socioeconómico o el estatus cultural del alumno, o si el mérito es o no un mito (o si es un mito con el que simplemente tenemos que convivir).

Todo esto es controvertido, porque son posiciones políticas: visibilizan nuestras diversas formas de ver el mundo. Y bienvenidos sean esos debates, discutamos sobre cuestiones difíciles. Lo que no podemos hacer es ignorar que esas diferencias existen. Si en los noventa el truco para evitar discusiones políticas era economizar los debates, hoy en día lo juridificamos invocando derechos. Los abogados son los nuevos economistas de la plaza pública. Ya sabemos que la mente económica es estrecha para analizar problemas políticos; lo que al parecer nos hace falta es percatarnos de que la mente estrictamente jurídica también lo es.

Pero fácil no es. Sacudirse de esta estrechez es navegar contra una tendencia propia de nuestra época, que consiste en mirar las relaciones sociales por medio del lente del derecho. Max Weber explicó que la forma moderna de socializar, de generar lazos con otros, es a través del contrato. Casi cien años antes, Alexis de Tocqueville había advertido que no hay cuestión política que no se convierta en una cuestión jurídica. Pero las relaciones sociales —y, así, los problemas políticos— son más que meras relaciones jurídicas. Lo que está en juego es nada menos que el riesgo de reducir la complejidad humana a la técnica y la fría operación del derecho.