Entrevista publicada el 19.12.18 en Emol.

El libro, escrito en formato epistolar por la historiadora, junto a Claudio Alvarado y Joaquín García-Huidobro, será lanzado este miércoles en la PUC. “A la Iglesia no la mantendrá viva su influencia política ni su masividad arrolladora, solo podrá seguir viva mientras tenga algo valioso que comunicar”, dice Josefina Araos.

“En medio del desorden de mi cabeza, comparto cierta sensación de alivio”, escribía la historiadora Josefina Araos el pasado 29 de mayo, once días después de que los 34 obispos chilenos le presentaran al Papa Francisco su renuncia. “No es en ningún caso el alivio que uno siente cuando un problema se resuelve, por cierto, pero sí el que surge ante la decisión de asumir las culpas, la verdad de los testimonios, de reconocer errores y de mirar, de una buena vez, en el fondo, el mal a la cara”.

Se trata de una de las cartas que escribió la investigadora del Instituto de Estudios de la Sociedad y que forma parte del libro “Católicos y perplejos. La iglesia en su hora más oscura”, que coescribió en formato epistolar junto a Claudio Alvarado y Joaquín García-Huidobro; uno hecho desde la vereda del catolicismo, pero con una mirada crítica ante el destape de abusos sexuales y de conciencia que se han conocido este 2018.

Sus textos giran en torno a la necesidad de reflexionar sobre la causa detrás de los abusos que se han generado al interior de la Iglesia, a la vez que hace un llamado a los católicos a preguntarse constantemente en qué consiste la misión y la vocación de la institución.

El libro, que será lanzado este miércoles en la Casa Central de la U. Católica, llega un día después de que el Centro de Estudios Públicos diera a conocer los resultados de su última encuesta, que mostró un descenso de 14 puntos en la cantidad de personas que se declaran católicas en la última década, alcanzando un 55%. Para Araos, los resultados no son sorprendentes.

“No creo que tengan que ver solo con la crisis actual de la Iglesia, que sin duda influye, pues la disminución de los católicos es un fenómeno que avanza hace mucho tiempo”, asegura. “En cualquier caso, son cifras que la Iglesia debe mirar sin escandalizarse, tomándolas como un desafío para seguir hablándole a estos tiempos”.

—¿Qué elementos le otorgan la “oscuridad” mayor al momento que atraviesa la Iglesia Católica? ¿Se trata más de los hechos que se han conocido o de la actitud de las autoridades eclesiásticas en torno a ellos?

“La oscuridad está dentro del corazón humano, como parte de la experiencia de la relación con el mal. En el caso específico de la crisis de los abusos en la Iglesia, esa oscuridad parte lógicamente con quien abusa, pero se profundiza y perpetúa con quienes actúan como cómplices, deciden no mirar lo que ocurre, o prefieren hacer como si nada pasara. Uno no puede esperar que el mal desaparezca definitivamente y probablemente nunca podremos garantizar por completo que deje de ocurrir. Pero la Iglesia sí debe lograr dar certezas para que cuando ese mal ocurra exista una plataforma de personas e instrumentos al servicio de las víctimas. Es en eso en lo que más hemos fracasado y es ahí donde la oscuridad avanza desde los abusadores hacia la institución”.

—Sus cartas analizan la figura del Papa Francisco y cuál ha sido su papel en esta crisis, que usted considera clave. En su visita a Chile, el Pontífice hizo duras declaraciones cuestionando las denuncias contra el ex obispo Barros, pero posteriormente decide iniciar el proceso investigativo. ¿Cómo ha impactado la dualidad de su actitud?

“Ha jugado un papel muy importante en el proceso de asumir la crisis y de empezar, al fin, a tratar de enfrentarla. Uno hubiera preferido que no hiciera esa defensa de Barros, pero fue a partir de ella que se abrió la investigación de Scicluna y se invitó a las víctimas de Karadima al Vaticano. En ese sentido, no son dos actitudes diferentes, sino parte de una evolución. Y ese fue un cambio importante, cuyas consecuencias aún no se ven con claridad, pero que serán positivas en el largo plazo. La renuncia de los obispos a mediados de este año es muestra de ello, porque se trata de un gesto con el que la jerarquía reconoce, quiera o no, su responsabilidad en la crisis y abre un espacio para que otras personas puedan liderar un proceso de resolución que será largo”.

—¿De qué manera el funcionamiento histórico de la Iglesia permitió que las irregularidades administrativas y morales se institucionalizaran? Da la sensación de que los hechos no estuvieron fuera del conocimiento de autoridades eclesiásticas icónicas y que, en cierta medida, el sistema se adaptó a que existieran.

“Hay dos elementos. Uno es que la Iglesia no contó con procedimientos ni personas adecuadas para penalizar, prevenir y reparar los casos de abuso. Y esa falencia tendrá que ser abordada en el futuro. Un segundo elemento es el de las responsabilidades personales, donde hay un problema más profundo. ¿Por qué de manera tan recurrente autoridades que supieron de los casos de abuso no quisieron o no pudieron hacer nada? ¿Fueron todos cómplices deliberados que no se interesaron ni un poco por las víctimas, no les creyeron o quisieron proteger a su gente? Es una situación muy compleja, pero creo que no es exclusiva de la Iglesia. La denuncia de abusos ha empezado a desocultarse en otros ámbitos donde parece haber un patrón parecido: no sólo la existencia de abuso, sino de una red que permite que estos se reproduzcan. Pareciera entonces que nadie sabe bien cómo lidiar con el abuso. Con esto no quiero decir que no existan responsabilidades concretas, porque las hay, pero también hay algo más profundo que aún no terminamos de entender”.

—¿Y dónde están, en este momento, las raíces sobre las cuales la Iglesia Católica podría volver a erigirse?

“Lo único que salva a la Iglesia es aquello que la sostiene: la fe en Cristo que entrega a quienes creen la esperanza de una existencia significativa y trascendente. A la Iglesia no la mantendrá viva su influencia política, su aparición en los medios ni su masividad arrolladora. La iglesia solo podrá seguir viva mientras tenga algo valioso que comunicar, y eso se realiza a diario, en el encuentro cara a cara donde reconocemos en el otro y en la realidad la presencia de algo sagrado que nos salva. A esa raíz hay que volver para erigir una institución que, plenamente consciente de sus límites, intente día a día transmitir con gratitud y humildad la fe que ha recibido gratuitamente”.

—Parece una meta ambiciosa, considerando que la imagen de la Iglesia Católica en el país se ha visto fuertemente golpeada. ¿Qué camino le queda a la institución para recuperar su legitimidad? ¿Es posible pensar en que vuelva a ocupar el sitial que alguna vez tuvo en la sociedad chilena?

“Es muy difícil que vuelva a ocupar ese lugar, pero tampoco tengo claro que sea bueno que lo haga. Esa influencia no sólo tenía que ver con la existencia de una población mayoritariamente católica, sino con vínculos y redes con el poder que pueden ser, y han sido, sumamente problemáticos. Otra cosa es que la Iglesia recupere su legitimidad y eso es una tarea fundamental. Será un camino largo y con varios frentes: investigación y reparación, establecer protocolos de prevención e intervención, contar con personas dispuestas a trabajar en ese desafío, donde no sólo necesitaremos una jerarquía comprometida, también laicos y católicos de a pie.

Pero también es necesario volver a recordar en qué consiste la misión de la Iglesia Católica, que como dijo Ratzinger hace unos años, no tiene que ver con las grandes lides de la política, sino con la experiencia de una compañía cotidiana que nos recuerde que no estamos solos y abandonados en el mundo (ni en nosotros mismos). Esa comprensión requiere muchísima humildad, y asumir esa actitud es quizás uno de los principales desafíos que tenemos los católicos”.