Columna publicada el domingo 3 de abril de 2022 por La Tercera.

A inicios de año Gabriel Boric compartió en Twitter un texto del español Iñigo Errejón que dice: “Los revolucionarios se prueban cuando son capaces de generar orden. Un orden nuevo, nuevo pero orden (…) la prueba fundamental, lo más radical, no es asaltar el palacio, es garantizar que al día siguiente se recogen las basuras”. Con esta cita, el presidente explicitaba una intuición correcta: su agenda transformadora depende de la capacidad de construir un orden que las sostenga. Y aunque este abarca múltiples niveles, el más inmediato se juega en su configuración más básica y cotidiana: el orden público. Un orden hoy tan esquivo como añorado por la ciudadanía, y cuyo derrumbe se expresa en formas cada vez más extendidas de violencia. Restablecerlo se ha vuelto la exigencia central del nuevo gobierno y, contrario a sus deseos, ha copado prácticamente toda su agenda.

Ganara quien ganara las últimas presidenciales, asegurar el orden público iba a ser, inevitablemente, la primera tarea. Chile se encuentra atravesado por graves conflictos sociales que irrumpen por la fuerza y que la institucionalidad no consigue manejar. Sin embargo, pareciera que para este gobierno será un desafío particularmente difícil. No solo por la subrayada incomodidad de la nueva izquierda frente a esta ineludible función del Estado, sino sobre todo porque el gobierno apostaba a que el simple cambio de los despreciados rostros de La Moneda morigeraría la tensión del ambiente. La hipótesis no reconocida es que al fin llegaban al poder los aliados de la calle. Tanto así que el propio presidente se dirigió a “los movilizados” para pedirles que lo ayudaran, cuando fuera necesario, “a enderezar el rumbo”. Como si esa calle, sea quien sea, fuera el único portavoz legítimo de las aspiraciones ciudadanas. La tragedia es que, por ahora, la calle les ha respondido con un portazo en la cara, mostrando con especial claridad que a ella no la controla nadie. Y así, mientras hace unas semanas la CAM presentó al gobierno como otra versión del enemigo histórico, un grupo de estudiantes secundarios (siempre venerados) los redujeron al nuevo rostro de los poderosos. 

Por más que Gabriel Boric haya entendido la urgencia de la demanda por orden, así como lo inseparable que es de aquella por transformaciones profundas, esta suerte de identificación (a ratos sometimiento) con el movimiento social, arriesga a volver casi imposible asegurarlo. Porque, aunque cite a Errejón, el presidente y su entorno hasta ahora solo han sabido enaltecer el asalto del palacio, y muy pocas veces honrar la recogida de basura al día siguiente. Hasta hace poco tiempo, eso se trataba de reclamos del viejo orden, propio de las elites, o de los poderosos y manipuladores medios de comunicación, mientras el pueblo, confundido con la calle, solo querría salir a quemarlo todo, porque se asume que no tiene nada que perder. Si el nuevo gobierno aspira realmente a restablecer el orden, requerirá de un trabajo más profundo que reformar las policías (¡ahora ya!). Se trata de optar; de asumir que, llegando al poder, la calle es una sola de muchas expresiones de un pueblo, lo que obliga a aceptar, volviendo a Errejón, que lo revolucionario es recoger la basura justamente porque implica renunciar al romanticismo de asaltar el palacio. Esa renuncia –menos épica, pero más justa– es extremadamente difícil para la nueva izquierda, pues implica aceptar el error de una hipótesis profundamente instalada. Sin embargo, sin ella, la promesa de una vida más digna será un desafío casi imposible de cumplir.