Columna publicada el 02.12.18 en La Tercera.

Hace muchos años vagábamos dos estudiantes de antropología por los cerros más allá de Ralco, buscando un pueblito -debidamente señalado por un punto en el mapa- llamado “Ralco Lepoy”. Llevábamos horas caminando, pero no había señales de él. Paramos frente a una de las casas desperdigadas por el sector y esperamos a que el perro nos anunciara. Un niño mapuche se asomó y le preguntamos dónde quedaba Ralco Lepoy. El niño nos miró como si fuéramos marcianos y volvió a su casa. Salió entonces el padre, a quien le repetimos la pregunta. Su respuesta fue otra pregunta: “¿Dónde en Ralco Lepoy?”. Fue ahí que me di cuenta de que nunca íbamos a encontrar el pueblito y, por decir algo, le pregunté de vuelta “¿Estamos en Ralco Lepoy?”. Él extendió su brazo para mostrarnos que el territorio de la comunidad iba desde una curva que habíamos pasado, hasta unos cerros perdidos.

Esta anécdota nos dejó con el orgullo antropológico herido, pero también nos hizo comprender que una cosa es leer algo en un libro y otra es incorporar la realidad de lo leído. Nosotros sabíamos que los mapuches no tenían pueblos ni ciudades, y que eso había sido una ventaja estratégica en la resistencia frente a los españoles. Sin embargo, nuestra imaginación respecto a cómo son -y cómo deben ser- las cosas era mucho más resistente y porfiada de lo que habíamos imaginado.

Recordé esta anécdota a propósito de que una de las recriminaciones más comunes en contra del pueblo mapuche es que no se organizan, y por eso no hay cómo negociar con ellos. Y lo cierto es que, así como no tienen ciudades, los mapuches no conciben la representación política como nosotros. No creen, por ejemplo, que un individuo pueda pactar en representación de otro. Tampoco tienen una noción de contrato equivalente a la nuestra -con el consentimiento de las partes y la extinción de las obligaciones- ni tuvieron jamás leyes escritas. Por eso “no se ponen de acuerdo”, y es por lo mismo que no parece muy eficaz ofrecerles un par de cupos en nuestro Congreso. Su forma de entender las relaciones políticas -suponiendo que sin polis hay política- es radicalmente diferente a la nuestra.

¿Cómo llegar a acuerdos si entendemos todo tan distinto? La respuesta fue, por cientos de años, los parlamentos. Ellos son la instancia ritual traducible a ambos lenguajes que en el pasado logró aquello que hoy parece imposible. Y es importante que tengamos claro que no son similares a nada que hayamos visto en el marco de nuestra democracia liberal. No son una negociación sindical ni una reunión de negocios. Tampoco podría hacerse uno solo con todos los mapuches. Son un momento de encuentro dentro del cultivo de un vínculo entre distintas comunidades que debe ser respetado y alimentado en el tiempo. Son el lenguaje de una conversación. Y construir, honrar y sostener esa conversación es lo que traerá la paz a La Araucanía.

Si no nos abrimos a recuperar los parlamentos y seguimos, en cambio, tratando de imponer unilateralmente nuestra forma de entender las cosas, podemos seguir buscando eternamente, sin éxito alguno, el fin del “conflicto mapuche”, tal como nosotros podríamos haber seguido buscando para siempre el inexistente pueblito.