Columna publicada en Pulso, 04.07.2014

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Foto: prensalibre.com

Dentro de la abundante deliberación en torno al sistema educacional, llama la atención la ausencia de debate sobre un asunto primordial: las diferencias cognitivas que se producen en los primeros años, especialmente entre los 0 y 5 años de vida de los niños. La educación parece comprenderse solo desde el sistema formal de instrucción, sin tomar en cuenta las otras dimensiones que influyen decisivamente en ese proceso.

Si se piensa en el papel que tiene la televisión durante la primera infancia -niños expuestos ante ella varias horas al día- vale la pena darle una vuelta a este tema. Efectivamente, mucho se ha discutido en torno a la señal digital, sobre la multiplicidad de nuevos canales con que podremos contar o acerca de la calidad de las nuevas tecnologías, pero poco de los contenidos que se exhibirán en ella. Damos por supuesto un hecho dudoso: que mejores medios generarían de modo automático mejores programas. Nuevamente, aquí nos hemos preocupado más por los aspectos laterales del problema.

En un mundo hiperconectado como el nuestro, los medios de comunicación masiva transmiten a los espectadores, quiéranlo o no, ciertos valores compartidos, una visión de mundo o un imaginario social. Además, cabe recordar un dato que raras veces se toma en cuenta: los niños están más horas al año frente a una pantalla de televisión que en una sala de clases. Y qué decir de los más pequeños. Así, los contenidos televisivos están lejos de ser triviales. Aunque existe un creciente aumento del uso de internet, las estadísticas reflejan que en Chile el promedio de la población ve más de tres horas diarias de televisión (además de pasar varias horas al día frente al teléfono y al computador). Y a pesar de que muchas veces se perciba algún descontento frente a la poca calidad de los programas transmitidos, la pantalla sigue encendida.

Las complejidades técnicas de los proyectos legislativos de transmisión digital suelen dejar en segundo plano estas preguntas. De hecho, muchos actores del debate sostienen que no cabe un “deber ser” relativo a esta industria, y son reticentes a aceptar que la televisión deba cumplir funciones pedagógicas o formativas. ¿Puede un medio tan influyente como aquel regularse solo por las leyes del mercado y considerarse como una industria cuyo fin exclusivo es la ganancia monetaria? Si así fuera y consideráramos que la libertad de expresión no admite limitaciones, entonces, ¿habría algún problema con transmitir contenidos violentos o denigrantes a la dignidad de las personas en pos del rating? Suele escucharse que los productores de televisión deberían dejar de medir su éxito solo por esos indicadores, prefiriendo programas que hagan reflexionar, que eduquen y promuevan un mayor pensamiento crítico. Pero, por otro lado, la última discusión en esa línea se dio cuando el Tribunal Constitucional rechazó la idea de prohibir el uso, por parte de los canales, del people meter online. La que parecía una buena idea para separar una lucha descarnada por el rating de la programación televisiva, fue desechada apelando a nuestra carta magna. Y hasta ahora, no han aparecido propuestas novedosas que inviten a pensar cómo mejorar la televisión.

En la definición de calidad está uno de los puntos neurálgicos de esta discusión: ¿qué entendemos por calidad? Es evidente que no existe una definición preclara, y conviene alejarse del elitismo cultural donde solo caben “Tierra adentro” y “La belleza de pensar”. Con todo, sí sabemos que hay ciertos contenidos que se alejan de ella: los programas que abusan del espectáculo barato y fácil, que explotan el morbo y el exhibicionismo de vidas ajenas. En esa línea, ¿qué explicaría el exitoso desempeño de series de factura nacional como “Los 80” o “Secretos en el jardín”, y el creciente descontento con los contenidos de farándula -con ejemplos como la clausura de “Alfombra roja”, que muchos celebramos? Puede pensarse que estos fenómenos traducen un interés por ver series televisivas entretenidas que se toman en serio el desafío de la calidad, al mismo tiempo que cultivan el ocio. La calidad no está solamente en programas “culturales” o en los documentales educativos, sino también en aquellas ficciones que, al entretener, buscan dar cuenta de la complejidad del hombre ante el amor, la pasión, el miedo o la amistad, en los programas de concursos que no se contentan con mostrar aquello que asegura el rating, sino que intentan ser originales en su recreación o en aquellos noticiarios que no se quedan en la solución fácil del sensacionalismo, sino que se esfuerzan por ser un reflejo de los problemas propios de una sociedad plural.

Se tiende a pensar que, por arte de magia, con un aumento en el número de canales y en las tecnologías involucradas, aumentará la calidad de los programas. Por el contrario, la experiencia extranjera nos enseña que, muchas veces, más canales bien puede significar aún más contenido chatarra. Si de verdad queremos una mejor televisión, se hace necesario pensarla originalmente: no solo regular los contenidos que queremos sacar de la pantalla, sino también buscar soluciones para que los mejores programas no solo se sustenten con la bendición del rating. Que, a fin de cuentas, nuestra televisión tenga objetivos coherentes con el país que buscamos ser.