Columna publicada el 09.09.18 en Reportajes de El Mercurio.

Todo indica que Patricia Muñoz, defensora de la Niñez, está en el lugar equivocado. Es difícil llegar a otra conclusión al revisar sus declaraciones de las últimas semanas. Primero, afirmó que los no nacidos no son niños, declarándose partidaria de una singular concepción de los derechos reproductivos de la mujer. Al ser consultada por los derechos del feto, aseveró que solo después de las 14 semanas de gestación hay “un asidero científico (sic) que tiene que ser atendido” (no protegido). Antes de ese plazo, no habría nada que merezca ni siquiera atención jurídica, pese a que la ley afirma lo contrario. Naturalmente, dan ganas de preguntarle a Patricia Muñoz si cree que en algún momento dejamos de ser tales asideros para convertirnos en personas, pero intuyo que su respuesta enredaría aún más las cosas. Ahora bien, no conforme con aquello, la defensora volvió a arremeter en medio de la discusión de la ley de género, apoyando la inclusión de menores de edad sin ofrecer ninguna justificación sustantiva, más allá de la mera invocación de derechos individuales (“tengo derecho a ejercer mis derechos”).

La actitud de Muñoz es problemática por varios motivos. Por un lado, ha decidido instrumentalizar indebidamente la institución que dirige en función de sus propias agendas. Desde luego, sus ideas son legítimas; y, de hecho, el mundo está lleno de lugares aptos para empujar todo tipo de convicciones. Su discurso calzaría a la perfección en una ONG, en el Congreso o en un partido político. El punto es que la Defensoría de los Derechos de la Niñez -como cualquier institución de ese tipo- tiene otros requisitos, otras exigencias y, sobre todo, otras prioridades. Allí no cabe el activismo, porque es una institución que debe estar por encima de ese tipo de disputas. Con sus intervenciones, la defensora solo debilita su institución, al exponerla a polémicas que no guardan relación con su tarea.

Con todo, y más allá de la cuestión institucional, sus declaraciones también revelan un modo de argumentar que daña gravemente la calidad de nuestro espacio público. Para decirlo en simple, Patricia Muñoz cree que sus convicciones -y las de quienes piensan como ella- están por encima de la democracia. Esa es la idea que subyace en su discurso, pues le otorga primacía absoluta al lenguaje de los derechos. Estos no debieran ser objeto de deliberación: los derechos no se discuten, sino que se respetan. Son imperativos categóricos. En otras palabras, la defensora no cree que en estas materias haya dos (o más) posiciones legítimas en disputa, pues la suya propia poseería una prioridad ontológica. Llevada al extremo, esta lógica no acepta el disenso democrático.

Las dificultades de esta óptica no son difíciles de percibir, pues las invocaciones de derechos suelen ser tan genéricas que no resuelven ningún problema práctico. ¿Cómo saber, por ejemplo, si debemos privilegiar los derechos reproductivos de la mujer o el derecho a la vida del no nacido, ese incómodo “asidero científico”? ¿Cómo determinar si el derecho a la identidad sexual incluye el cambio de sexo en menores, cuyos efectos y fundamentos aún se discuten? ¿Qué hacer cuando varios derechos entran en conflicto? Solo la deliberación política puede ayudarnos a salir del laberinto, pero ella exige que estemos dispuestos a admitir más de una posición legítima y que nos tomemos en serio el debate. Y esto, a su vez, exige algo más que invocar de modo circular los mismos derechos.

Por lo mismo, estas discusiones tienden a transformarse en una (tediosa) lucha de referencias a declaraciones y opiniones consultivas de ignotos organismos internacionales, cuyo carácter vinculante nunca es demasiado claro. No tenemos que apoyar la ley de identidad de género porque allí haya algún bien involucrado, sino que tenemos que apoyarla porque tal instrumento jurídico nos obligaría: tal argumentación le parece suficiente a nuestra defensora de la Niñez. La discusión deja de ser política (esto es, relativa a consideraciones sobre lo justo y lo bueno) y pasa a ser técnico-jurídica (gana el que maneja con mayor erudición el entramado internacional de derechos). El fenómeno es extraño, pero al impedir cualquier atisbo de deliberación política, los expertos en derechos humanos y tratados internacionales se han ido convirtiendo en los nuevos economistas. Si Margaret Thatcher decía que no hay alternativa (“There is no alternative“), nuestros nuevos juristas no piensan muy distinto.

Los niños, desde luego, han quedado muy lejos en este panorama. Y esto no es casual: la óptica elegida por quien debería defenderlos privilegia sistemáticamente la agenda progresista dominante (acompañada de un sentimiento de superioridad moral) por sobre los problemas efectivos de la infancia. Así, prefiere ocupar un esquema simple para aproximarse a una realidad compleja y multiforme, y opta por un sistema binario allí donde se cruzan múltiples variables y factores. No es de extrañar, entonces, que en su discurso no haya dudas, sino solo certezas dogmáticas. El problema, claro, es que los niños ya no tienen quién los defienda.