Columna de Josefina Araos y Claudio Alvarado publicada el 23.01.19 en El Líbero.

A un año de su visita a nuestro país, parece indiscutible que el Papa Francisco dejó una huella tan relevante como inesperada. Quizá nadie ha resumido de modo más preciso el escenario actual que el propio Papa. En su carta a los obispos chilenos, dada a conocer luego del “Informe Scicluna”, reconoció que estamos ante una “herida abierta que desde hace mucho tiempo no deja de sangrar”.

Sus palabras tienen el mérito de describir la crisis sin tapujos ni medias tintas, atreviéndose a afirmar el “dolor y la vergüenza” provocados por los testimonios de las víctimas de los abusos en Chile. Todo este proceso, con sus luces y sombras, sembró una semilla que debiera dar frutos hacia el futuro: construir una cultura del cuidado que “frente al pecado genere una dinámica de arrepentimiento, misericordia y perdón, y frente al delito, la denuncia, el juicio y la sanción”. Se trata, en el fondo, de volver a poner a la Iglesia al servicio de las víctimas y de los más vulnerables.

Este enorme desafío exige elaborar un diagnóstico acabado y riguroso acerca de las causas que subyacen a la crisis de los abusos (de todo tipo). Esto cobra especial relevancia si recordamos que es parte del propio credo católico la convicción de que fe y razón no se oponen. Si, como sabemos, los abusos son una traición directa al núcleo del mensaje cristiano, es imprescindible comprender los motivos que explican su ocurrencia al interior de la Iglesia, así como también qué tipo de mecanismos permitieron no sólo su reproducción, sino también la indiferencia sistemática ante los testimonios de las víctimas. Será una tarea de largo aliento y que requerirá  –en mayor o menor medida– la participación de todos los católicos, incluyendo laicos, sacerdotes y universidades católicas. Sólo así podremos responder al llamado que el mismo Francisco señaló en su carta al pueblo de Chile: sanar a la Iglesia “reclama de todos una mística de ojos abiertos, cuestionadora, y no adormecida”.

Ahora bien, precisamente porque es crucial contar con un diagnóstico certero, debemos ser cuidadosos con la identificación apresurada de las causas que nos llevaron a esta crisis. Es fundamental no caer en la lógica de lo políticamente correcto ni de los chivos expiatorios, muy propias de los tiempos que corren. No conviene reducir, por premura u otro motivo, un problema que es tremendamente complejo. Quizás una forma de evitar esa tendencia sea romper esta suerte de espera y letargo en la que nos encontramos desde la renuncia de los obispos a mediados del año pasado, poniéndonos al fin a conversar entre todos y, especialmente, entre los laicos. No es casual que en su paso por Chile el Papa Francisco haya apuntado de modo tan crítico al clericalismo, muy arraigado en nuestro país. Ese prejuicio extendido, que atribuye a los sacerdotes no sólo un protagonismo excesivo, sino también una especie de superioridad moral, nos deja a todos (ellos incluidos) tremendamente vulnerables. La demora desde el Vaticano respecto del destino de la jerarquía eclesiástica chilena, sin duda problemática, puede ser también una oportunidad para que los católicos de a pie articulemos un diálogo eficaz que contribuya a la transformación de la Iglesia; una transformación que, como el mismo Francisco ha recordado, en muchos sentidos pasa por volver a lo esencial.