Columna publicada en El Demócrata, 26.07.2016

Los políticos de derecha suelen adoptar posiciones demasiado extremas para referirse a la desigualdad. Mientras unos se apresuran en calificarla como el problema más urgente que enfrenta Chile, sin distinguir cuáles son sus manifestaciones o categorías más problemáticas, otros son enfáticos en señalar que se trata de un fenómeno irrelevante y que el problema, en realidad, es la pobreza.

Esta última postura está reflejada con claridad en una columna reciente del analista político Gonzalo Cordero, quien afirma que “el núcleo inspirador de la lucha de clases sigue presente, pero en un empaque diferente: ahora es la desigualdad y el abuso de los poderosos”. El argumento no deja de ser llamativo: para tratarse de un defensor entusiasta del libre mercado y su capacidad de innovación y cambio (la “sociedad abierta”), es curioso creer que la sociedad del siglo XXI enfrenta conflictos distributivos propios del siglo XIX.

En medio de este debate, la derecha suele invocar la idea de igualdad de oportunidades, junto con la de meritocracia, para sostener que son legítimas aquellas desigualdades que derivan de diferencias en el trabajo y el esfuerzo de cada uno. A esto opone una igualdad “de resultados”, que consiste en la provisión relativamente igualitaria de niveles de bienestar para todos los individuos, con independencia de su ocupación, ingresos o bienes. Mientras que lo primero sería loable por asegurar la libertad y autonomía de los individuos, lo segundo limitaría sus decisiones en aras de alcanzar mayor igualdad, además de ignorar las diferencias en mérito entre unos y otros. Por lo mismo, dentro de este esquema la desigualdad no sólo es una segunda prioridad respecto de la pobreza (pues ella atenta manifiestamente contra la igualdad de oportunidades), sino algo que tampoco debe combatirse con mucho afán, porque implica omitir diferencias consideradas justas.

Con todo, esta visión tiene algunas dificultades. Por de pronto, consiste en una suerte de escenario estático, que vale para todas las sociedades, donde para cada conflicto distributivo ya hay una solución predeterminada, de forma casi mecánica. No deja mucho espacio para consideraciones respecto de cuántos sacrificios, y bajo qué condiciones (por ejemplo, la confianza en las instituciones, la percepción de movilidad social, la cohesión dentro de cada comunidad), están dispuestos a asumir los individuos, y las soluciones históricas particulares derivadas de ello. Tampoco parecen importar demasiado la acción colectiva, ni cómo evolucionan las relaciones entre distintos grupos sociales. Por lo mismo, para esta visión, cualquier preocupación por la desigualdad parece ser reconducible sólo a motivos individuales (inclusive algunos bastante mezquinos, como un aumento desmesurado de expectativas, o simplemente la envidia), dejando de lado las dimensiones sociales y culturales de estos fenómenos.

Esto tiene un contrapunto importante: distintas sociedades desarrollan distintos umbrales de tolerancia a la desigualdad. Por lo mismo, es importante ser cautos con el uso que hacemos de la desigualdad para explicar diferentes fenómenos, y no confundir planos: a veces pueden verificarse variaciones fuertes en el grado de tolerancia, sin mayores cambios en la desigualdad efectiva. Esto desconcertó mucho a la derecha en el gobierno: no podía explicarse que en la época de mayor prosperidad económica de Chile, cuyos beneficios se extendían cada vez más a toda la sociedad, adquiriera tanta fuerza una atmósfera de protesta y movilización.

En su columna, Cordero insiste en abandonar el “psicoanálisis de la derecha” y recuperar algunas de sus banderas clásicas: defensa del libre mercado, el respeto de la Constitución y la garantía de los derechos de propiedad frente al programa estatista de izquierda, entre otras. Pero esa propuesta, si no está dispuesta a ir más allá de una apelación mecánica a la igualdad de oportunidades y la meritocracia, difícilmente podrá desembocar en un acuerdo distributivo dotado de más legitimidad. La solución que fue adecuada en otro momento no tiene por qué serlo ahora, y parece mejor ser un paciente en el diván que una pieza en el museo.

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