Columna publicada el 16.05.18 en La Segunda.

Dada la creciente convergencia en torno a una “opción preferencial por los niños”, se ha vuelto urgente pensar sobre el modo en que determinamos el bien superior de ellos. La respuesta a los antivacunas, la homoparentalidad, el derecho de los padres respecto de la educación de sus hijos, las condiciones bajo las cuales los niños pueden ser retirados de sus hogares, los rostros concretos de Alfie Evans o, en nuestro país, de la pequeña Ámbar, todo eso clama por una aproximación coherente a esta pregunta.

No está demás señalar que aquí todos debemos realizar un detenido autoexamen, para impedir que la causa de los niños se vuelva mero instrumento para la propia concepción de mundo. En efecto, es muy grande el riesgo de que en cada uno de los campos mencionados el “bien superior del niño” sea simplemente invocado de modo selectivo para promover las propias agendas, sin reflejar ni siquiera una concepción consistente de cuál es ese bien.

Pero advertir contra este riesgo es, desde luego, más fácil que ofrecer una solución. Nuestro lenguaje político, centrado en la autonomía, no es terreno muy fértil para hablar sobre el bien de quienes no son adultos autónomos. Cabe decir que el primer criterio para determinar el bien superior de los niños es simplemente reconocer que son niños; no hay aproximación que no implique algún tipo de tutela. A quién se asigne tal tutela, sin embargo, implicará distintas dosis de conocimiento, amor y poder confluyendo en las decisiones.

Si simplemente se cree tener hay que dirimir entre las competencias de un juicio médico y el juicio paterno, es evidente que se dirimirá siempre a favor del primero. ¿De qué modo podrían competir los padres en este tipo de escenarios? Pero el punto es si acaso la discusión debe reducirse a esa dimensión cognitiva. Después de todo, si hay una primacía del juicio paterno, ella pasa no por el hecho de que los padres sepan más que otros sobre lo que conviene a los niños. Pasa más bien por el simple hecho de que a ellos les importan más sus hijos.

Se responderá, con razón, que los padres no solo se equivocan, sino que son a veces graves abusadores. Pero sigue siendo cierto que en la sociedad contemporánea la familia es el único espacio en que la persona aparece como una totalidad, no como alguien solo valorado en virtud de tal o cual función. La cuestión es si la institucionalidad ocupada de los niños se volcará contra los padres que fallan, o será capaz de ver en ellos un aliado que, incluso cuando es deficiente o torcido, puede seguir siendo insustituible.

Puestos a juzgar abstractamente sobre el bien superior de los niños, algunos autores medievales consideraban lícito el bautizo forzoso de los hijos de familias judías. Refutándolos, Tomás de Aquino escribía que la familia constituye una suerte de “útero espiritual” del que nadie debía ser sacado. Hoy el abstracto juicio experto no es sobre el bien eterno, sino sobre nuestro bienestar terreno. Pero también ese juicio experto debe ser templado por el respeto a este tipo de espacios: los padres no saben más, pero tienen por sus hijos un amor preferencial que no podemos erradicar de estas discusiones. Nos cuesta determinar el bien superior del niño, pero todo niño merece que en esa discusión participe alguien para quien él es prioritario.