Columna publicada el martes 13 de abril de 2021 por La Tercera.

Un título es un mecanismo de representación. Diez mil pesos no son diez kilos de arroz ni diez litros de leche, pero representan un valor que yo asocio a esa capacidad de compra. Mi certificado de enseñanza básica completa no es lo mismo que mi habilitación para leer, escribir y usar aritmética básica, pero representa la adquisición de esas capacidades. Al título siempre viene aparejada una expectativa de capacidad de acción en el mundo. Es decir, una expectativa de valor.

Estas representaciones son útiles, pues facilitan la circulación de bienes y la toma de decisiones. Si quiero contratar a un ayudante para una ferretería que pueda hacerse cargo de la caja, en teoría me debería bastar su certificado de enseñanza básica para estar seguro de sus habilidades de cálculo. No debería necesitar hacerle una prueba. Con el dinero pasa lo mismo: cuando quiero vender algo en la ferretería, asigno su precio bajo el entendido de que el poder de compra del dinero se mantendrá más o menos estable.

Sin embargo, justamente porque toma un tiempo que se enciendan las alarmas, aquellos autorizados para emitir títulos tienen incentivos para adulterar el valor real de lo representado. Es cosa de ver la gran crisis capitalista de nuestra era, la del 2008, uno de cuyos ingredientes fue adulterar la certificación de riesgo de deudas impagables para empaquetar esos futuros y hacerlos circular como si tuvieran un valor que, en realidad, no tenían. Lo mismo con el caso La Polar o los “maquillajes contables” en muchas empresas.

Con el dinero ocurre igual. En el pasado, cuando las monedas tenían un valor intrínseco asociado a su contenido de metales preciosos, se desarrollaron todo tipo de artimañas para disminuir  ese contenido manteniendo su poder de compra. En el caso del dinero fiduciario, como el nuestro, cuyo valor ya no se sostiene en metales preciosos, sino en la mera confianza pública, se logra el mismo truco por vía inflacionaria. Cuando los Bancos Centrales no tienen autonomía efectiva, el gobernante siempre estará tentado de imprimir más billetes para financiar políticas a través de las cuales adquirirá popularidad y votos. Así fue con Allende, así fue con Chávez.

En todos estos casos, el engaño consiste en abusar del prestigio presente de un título para adulterar su valor real y obtener ventajas a partir de ello, sabiendo que el ajuste tomará un tiempo y esperando diferir las consecuencias a otros antes que caiga la cortina.

Ahora bien, este tema es ampliamente discutido en el ámbito económico, pero muy poco en el educacional. Hay mucha literatura en relación a cómo agentes privados adulteran contabilidades o instrumentos de inversión. También sobre cómo los gobernantes han adulterado el valor del dinero buscando provecho político. Pero no pasa lo mismo con los certificados y títulos educativos. Y, en el caso de la situación chilena, este asunto resulta central para comprender la actual crisis social.

Le tocó a la Concertación terminar de concretar las promesas de acceso masivo a bienes realizadas por Pinochet a fines de los 70: auto, teléfono, televisión. La reducción de la pobreza lograda durante los 90 y 2000 quedará consagrada como uno de los grandes logros de nuestra historia. Sin embargo, mientras la pobreza disminuía y la promesa del ciclo anterior era realizada, crecía cada vez más una frágil clase media que compensaba con capacidad de endeudamiento la inestable posición en la tierra de nadie en la que iba quedando. Muy ricos para el Estado, muy pobres para el mercado, el consumo a crédito y el bicicleteo de tarjetas parecía todo lo que la vida tenía para ofrecer en esta nueva etapa. Excepto por la educación superior. El título universitario, para padres que en su mayoría jamás habían pisado una universidad, brillaba como la gran promesa de este nuevo mundo. El certificado de mérito que permitiría seguir avanzando en la estructura social, hasta llegar a algún lugar seguro.

Y fue a esa expectativa que le fallamos brutalmente. Nuestras políticas orientadas a la masificación de la educación superior se basaron en facilitar el acceso al cartón, aprovechando el prestigio que un cartón universitario tenía en ese momento, pero sin prever que vendría una inclemente devaluación de esos títulos adquiridos con sudor y deuda por estudiantes detrás de los que resplandecía la esperanza de familias completas. Y es que aquí no sólo hay devaluación por ampliación de la oferta (“hay cada vez más abogados”) sino por devaluación del título mismo (“hay cada vez más abogados mediocres salidos de universidades malas”). Los políticos de nuestro pasado inmediato no tenían la impresora de billetes a mano, pero sí la de títulos universitarios. Y la inflación de cartones comprados caros pero hoy casi sin valor que inundan el mercado es uno de los combustibles más potentes del estallido social.

Había pasado antes. Todas las etapas de nuestro sistema educacional fueron corrompidas en su calidad en aras de su masificación. Si en 1950 se podía confiar que alguien con su primer ciclo básico completo pudiera leer, escribir, sumar y restar, para 1980 esa expectativa se había trasladado al cuarto medio. Hoy ni eso. Y también sabemos, gracias a las investigaciones sobre analfabetismo funcional, que cada vez más personas salen de la universidad entendiendo a duras penas lo que lee y con una seria discapacidad en el uso de aritmética básica.

Por supuesto podemos seguir devaluando certificados. O podemos reparar el daño intentando restablecer alguna coherencia entre el título y lo que se supone que representa, aunque el acceso se haga más difícil.

Hoy, tristemente, Chile parece haber elegido el primer camino. La gratuidad universitaria es una política carísima que no sirve prácticamente para nada que no sea el enriquecimiento asegurado de algunas instituciones que entregan academia barata a estudiantes mal preparados. Su único efecto es que en 10 años tener un título universitario de carrera de pizarrón será equivalente a lo que es hoy tener cuarto medio. Y ahí ¿qué vendrá? ¿Magister gratuitos para todos? Los doce juegos denunciados por Los Prisioneros simplemente pasarán a ser 17. Luego podrían ser más.

¿Podemos quitarles a los políticos y sus amigos privados la impresora de títulos, así como les quitamos la de billetes? La idea de la Comisión Nacional de Acreditación es esa. Sin embargo, sus resultados parecen bastante deprimentes, en buena medida porque para restablecer el valor de los títulos habría que tomarse en serio la miseria de un sistema educacional previo que produce estudiantes de cuarto medio que no entienden lo que leen como si fuera lo más normal del mundo.

Por otro lado, y para terminar, la clase media necesita una promesa real respecto al siguiente paso. La tierra de nadie, por una serie de motivos, se hizo insostenible. Nadie se sujeta a rigores sin un horizonte de esperanza. Hasta ahora, Chile está organizado de tal forma en que sólo un segmento muy acomodado de la clase alta puede vivir tranquilo. El discurso meritocrático prometía que el título universitario abriría la puerta de ese oasis. Pero no es así. Hoy el desafío real es masificar, en lo posible, la tranquilidad, así como antes se masificó el consumo.

En otras palabras, en vez de seguir extendiendo el acceso a títulos desnaturalizando su contenido, lo que debemos tratar de conseguir es convertir la clase media chilena en un lugar de destino objetivamente deseable. Un espacio donde se pueda vivir de forma digna y buena, en vez de un peligroso terreno baldío de tránsito. Pero, para lograrlo, hay que comenzar a reparar el engaño de los títulos universitarios que prometían ser la llave del cielo, pero se convirtieron en la de un Uber. Ello exige valentía. ¿Queda alguien con el coraje para decir la verdad? ¿Queda alguien con el coraje para escucharla?