Columna publicada en El Mercurio, 23.04.2017

La superficie de las revoluciones es turbulenta, pero bajo ella normalmente reina una firme continuidad. En las geniales palabras de Lampedusa, lo cambian todo, para que todo siga igual. Siga, porque el cambio no se detiene, pero igual, porque no hay un quiebre más que aparente en la forma del poder que evoluciona.

Es decir, las revoluciones son más bien un momento escandaloso de fuerzas que se vienen desplegando desde mucho antes. No son, en cambio, como suele pensarse, una especie de “rayo que rasga el seno de la nube”. Es por esto que los conservadores reformistas, como Edmund Burke, las consideran como una patología del cambio, producida por la ausencia de reformas realizadas a tiempo.

Lo dicho no significa, en todo caso, que uno pueda predecir la dirección política resultante de una revolución. Pero sea cual sea, será la inercia de las instituciones y las costumbres del poder derrotado las que terminarán dando cauce a lo que surja. La revolución, para desgracia de muchos de sus promotores, no juega a los dados.

Después de las revueltas, el orden retorna de la mano de quienes se hacen del aparato político. La reinstalación del nuevo poder suele ser tan violenta como el derrocamiento del viejo. Y los primeros en sufrir sus rigores suelen ser los mismos revolucionarios que no pertenecen a la facción que se hace del mando. Así, pues, toda revolución tiene un capítulo de traición definitiva, que cierra el tiempo revolucionario y abre el del “nuevo orden”, parecido al anterior. “Nosotros somos la revolución”, dice el nuevo régimen, “y no se puede hacer la revolución en la revolución”. Esa es la sentencia de muerte de quienes esperaban algo más.

El rol de los que esperaban algo más les ha cabido muchas veces, desde antes de la Revolución Rusa, a los anarquistas. “El que planifica para después de la revolución es un contrarrevolucionario”, afirmaba Mijail Bakunin. Pero Marx no solo no estaba muy de acuerdo, sino que consideraba estas ideas un peligro. La oposición entre ambos, que quebró la Primera Internacional, anunció tormentas que luego, en las revoluciones del siglo XX, harían correr ríos de sangre.

Hoy, muy poca gente habla sobre el rol de los anarquistas en la Revolución Rusa. Sin embargo, el movimiento anarquista sumaba, entre sus diversas corrientes, muchos más militantes que los bolcheviques. Y, además, jugaron un papel central en la revolución misma, tal como Volin relata en su libro “La revolución desconocida”. El problema, claro, es que esperaban que la revolución trajera un nuevo amanecer en el que toda forma de opresión se viera suprimida, incluyendo el aparato estatal arrebatado al zar. Los bolcheviques, en cambio, querían hacerse de ese aparato y usarlo contra sus enemigos, llamados ahora “enemigos de la revolución”. El resultado fue que uno de los primeros objetivos de la nueva policía secreta -la Checa- fue terminar con los anarquistas. Corría abril de 1918.

Para mayo del mismo año ya estaba declarada la que los anarquistas llamarían “tercera revolución rusa”. Se inició con el asesinato del embajador alemán como protesta por el tratado de Brest-Litovsk y diversos ataques militares sobre los símbolos del poder bolchevique. Los enfrentamientos y persecuciones fueron sin cuartel. En septiembre de 1919, la sede de Moscú del Comité Central del Partido Comunista es volada por los aires. Varios miembros murieron en el ataque.

En marzo de 1920, el naturalista y filósofo anarquista Piotr Kropotkin escribe una desesperada carta a Lenin denunciando que el estatismo está ahogando económica y políticamente la revolución. Los obreros están desesperados. No hubo respuesta.

En noviembre de 1920, el Ejército Negro ucraniano, liderado por el mítico Néstor Majnó, y que había combatido con éxito desde 1918 contra nacionalistas Blancos y Verdes, fue masacrado por el Ejército Rojo bolchevique. Majnó huye, herido, a París. Los majnovistas siguen luchando hasta 1924. A ellos dedica Volin las mejores páginas de su libro.

En tanto, en 1921, el hambre arrecia en Rusia. Hay diversos levantamientos populares. La marinería anarquista se alza en Krondstat, tradicional base de la flota del báltico, y demanda soviets libres, libertad de prensa, libertad de desplazamiento y libertad de comercio. La respuesta bolchevique no se hace esperar: el Ejército Rojo, liderado por el mismo León Trotski, atacará sin piedad a los marineros revolucionarios. Los muertos de ambos bandos se alzan por sobre las decenas de miles. Así terminará el último grito de libertad anarquista en Rusia.

Esta historia, la historia de los revolucionarios que se niegan a que la revolución lo cambie todo para que nada cambie y que son aplastados sin piedad por los comunistas, tendrá sus propias versiones en otras latitudes del mundo. Pero siempre riman. Es la historia de los anarquistas y trotskistas asesinados por las tropas soviéticas en la retaguardia de la Guerra Civil Española. Aquella que George Orwell relatará en “Homenaje a Cataluña”, y que lo inspirará a escribir “Revolución en la Granja”. Es la historia de los hermanos Castro haciéndose del poder en Cuba deshaciéndose del resto de los comandantes de la revolución. Aquella contada por Huber Matos en sus memorias, “Cómo llegó la noche”, y por el soldado Dariel “Benigno” Alarcón en “Memorias de un soldado cubano”. Es la historia denunciada por Víctor Serge en sus “Memorias de un revolucionario” y por Rudolph Rocker en “La tragedia de España”. Es la historia, en fin, del fracaso de quienes intentaron, de buena fe, comenzar de nuevo la historia.

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