Columna publicada el miércoles 22 de diciembre de 2021 por CNN Chile.

No hay dudas de que el triunfo inapelable de Gabriel Boric genera enormes desafíos para la derecha. El primero, y más urgente, es hacer un inventario sereno y profundo tanto de la dura derrota como de su aproximación a la sociedad chilena en los últimos años. Aunque luego de la elección de convencionales nadie habría imaginado que Kast sacaría casi los mismos votos que Piñera el 2017, su campaña de segunda vuelta mostró las grietas que buena parte de la derecha política arrastra desde mucho antes de octubre del 2019. Dicho en simple, a los distintos grupos del sector les ha costado una enormidad sintonizar con la pulsión de cambio que inunda al Chile postestallido. 

Los años venideros serán muy duros para el actual oficialismo: reconectar con la sociedad e interpretarla más allá de las demandas de orden y seguridad requerirá de extraordinarias cuotas de humildad, trabajo político y reflexión intelectual. 

Por lo mismo, es importante no caer en la tentación inmediata de creer que la renovación de la derecha depende simplemente de liberalizar posiciones en temas valóricos (como pareciera pensarlo Pedro Browne), sobre todo en medio de una crisis social, económica y política sin precedentes en nuestra historia reciente. 

El futuro del sector no se juega en parecer lo más “progre” y liberal posible, o en convertirse en algo así como frenteamplistas pro-mercado. Aparte de que sería caer en el mismo error que viene cometiendo la izquierda desde hace algunos años y que casi le cuesta la elección –abandonar a los grupos más vulnerables y centrarse en debates identitarios que poco tienen que ver con las urgencias materiales más básicas–, la derecha debe entender que en la vereda del frente siempre habrá alguien más liberal que ellos. Sin ir más lejos, en Evópoli se la pasan dando explicaciones a una izquierda que los encara casi todas las semanas por no tener suficientes credenciales liberales en algunos temas. 

Los resultados de ciertos movimientos autodenominados liberales en la arena política son la mejor prueba de sus problemas para proyectarse como grupos hegemónicos dentro del sector. Durante los últimos años, no han faltado quienes han intentado articular distintos partidos entre los mismos de siempre con escaso éxito (ahora se viene el movimiento de los supuestos “viudos de Sichel”); considerándose ellos mismos como modernos o irreverentes por apoyar la liberación sexual y la legalización de ciertas drogas; creyéndose “full transgresores” por defender ideas que ya eran viejas en mayo del 68 y que no tienen mucho impacto más allá de sus padres o compañeros de colegio del sector oriente. En estos grupos no abundan ni priman las agendas sociales; y si las hay, suelen aparecer como reacción tardía a discursos ya instalados por la izquierda. 

El principal énfasis de la renovación en la derecha, entonces, no puede estar en la agenda liberal-progresista, sino que debe apuntar a la dimensión territorial y social. La derecha tiene que volver a conectar con las capas populares del país, con sus problemas y trayectorias vitales. Ser capaces de entregarles certidumbre y esperanza, ya no solo con discursos de “mano dura” en un extremo o de agendas identitarias en el otro, sino que a través de una comprensión cercana a los dolores de ese Chile que pocos en las élites logran ver. Presentar una agenda robusta y activa en temas como descentralización, salud y trabajo (que no sean solo respuesta a las propuestas de la izquierda), antecedida de un diagnóstico profundo sobre el malestar y la pulsión de cambio de la sociedad chilena, pareciera ser uno de los ejes más fundamentales en ese sentido. Esto debiera ir acompañado necesariamente de una reestructuración del trabajo de los partidos políticos en comunas y regiones. La derecha no puede seguir comprendiendo la política local como un espacio para instalar a sus operadores, donde no se decide nada relevante. Quizás el trabajo fundamental reside en armar partidos con verdadera vocación territorial, que recorran las poblaciones y que se incrusten en la experiencia de vivir en carne propia los problemas de los lugares que buscan representar. 

Construir sobre tierra arrasada será una tarea ardua. Hay que soltar las cargas para trabajar liviano, y el piñerismo es un lastre del que la derecha debe deshacerse. Que el gobierno actual se acabe pronto es una buena noticia, pues genera oportunidades para oxigenar al sector, construir nuevos liderazgos, abrir espacio a los partidos y a otras voces. Y que Piñera salga del escenario político y se refugie en Avanza Chile a armar teorías complacientes sobre el legado es lo mejor que le puede pasar al actual oficialismo. Ahora bien, la renovación de liderazgos en la derecha depende también de la capacidad de las cúpulas para ceder sus cuotas de poder a las generaciones que vienen. Una diferencia fundamental entre derechas e izquierdas es que, salvo notables excepciones, los liderazgos jóvenes del actual oficialismo no se han construido entre pares, sino que al alero de coroneles que les prestan un espacio en sus partidos a cambio de lealtad absoluta. 

Otro factor relevante para hacer posible esta reconstrucción es no caer en desmesuras respecto del nuevo gobierno. La tentación de replicar la intransigencia de la actual oposición es gigante. Luego de las muchas acusaciones constitucionales presentadas en estos casi 4 años, de los excesos retóricos del octubrismo, del bloqueo permanente y de las constantes exigencias de renuncia, no es difícil imaginar a varios políticos oficialistas con ganas de devolverle todos los golpes a Gabriel Boric y a sus aliados. 

Sin embargo, y aunque la polarización de nuestras clases dirigentes es un fenómeno que no se acabará de un día para otro –y donde no basta la esperanza ni la voluntad–, la ciudadanía ha dado a la política claras señales de que se requiere tanta moderación y acuerdos como cambios profundos. Así lo demostró no solo el triunfo del Gabriel Boric de la segunda vuelta (¿gobernará este o el de la primera vuelta?), sino también la irrupción inicial de Yasna Provoste, el triunfo de Claudio Orrego y la derrota estrepitosa de Daniel Jadue en las primarias. 

Con todo, apostar por la moderación y la búsqueda de consensos no implica renunciar a la firmeza cuando sea necesario, especialmente si casi todo el establishment sigue obnubilado por el triunfo de Boric y no parece estar en condiciones aún de hacer ningún matiz o reparo al actuar del presidente electo. Tanto a él como a las autoridades de la Convención –quienes hace unos días se fundieron en un emocionado y largo abrazo–, hay que exigirles, entre otras cosas, respeto irrestricto por la división de poderes. Así como también la prudencia necesaria para no caer en maximalismos refundacionales ni triunfalismos exagerados. En un contexto donde la ciudadanía está premiando la mesura y la búsqueda de acuerdos, las borracheras electorales pueden terminar muy mal. 

El momento histórico requiere de una centroderecha digna de ese nombre; que sea capaz de leer e interpretar las grietas sociales que experimenta la ciudadanía que busca gobernar, y que no comprenda su renovación solo como sintonizar con los vientos progresistas o poner más operadores en las alcaldías afines. Quizás sumarse a esos cánticos y estrategias sea el camino más sencillo, pero implica apostar por la supervivencia y no por el triunfo de largo plazo. Se vienen años muy difíciles.