Columna publicada en El Líbero, 04.04.2017

Uno de los aspectos graves del extremo centralismo que padece Chile es que Santiago alberga alrededor de un tercio de la población nacional. Esto es problemático en, al menos, dos sentidos: al mismo tiempo que se sobrepuebla la capital, se despueblan las regiones (nótese lo grave que resulta hablar de “regiones” para designar a las 15 restantes). Aunque suene obvio, esto muestra que la descentralización les conviene a todos. Algo que, si juzgamos por las prioridades políticas y la calidad de las propuestas (el hit del año: ahora podemos elegir a los –desempoderados–  intendentes), no es nada de obvio.

Pero no todo son malas noticias. Paradójicamente, la falta de descentralización se nos presenta hoy como una oportunidad. En efecto, fuera de las tres grandes conurbaciones (Gran Santiago, Valparaíso–Viña del Mar, Gran Concepción), Chile parece tener alrededor de unas 20 ciudades intermedias. Ellas se encuentran en un momento ideal para ser bien pensadas. Las repetidas quejas sobre problemas de conectividad, contaminación, sobrepoblación, falta de encuentro o escasez de espacios comunes, se pueden transformar en oportunidades de desarrollo más armónico en esos lugares.

Pero si en tantos años se ha logrado tan poco, ¿cómo hacer para que esta vez sea diferente?

Sin pretender dar una respuesta acabada, el primer paso es percatarse de la complejidad del tema. Es decir, que involucra muchas dimensiones, y por lo tanto, múltiples miradas y disciplinas. En este sentido, mayor atención a las humanidades puede traer frutos insospechados. Marcel Hénaff, filósofo y antropólogo francés, ha aportado desde esta perspectiva con una reflexión sobre lo que constituye a una ciudad y cómo ésta se ha formado y transformado a lo largo de la historia. Su libro La ciudad que viene (IES-LOM, 2017), que será comentado en su visita a Chile durante esta semana, a propósito de la celebración de los 10 años del Instituto de Estudios de la Sociedad, puede enriquecer la forma de abordar el problema.

La ciudad no es una simple aglomeración de personas que viven en un mismo lugar. Sabemos que es mucho más que eso, pero nos cuesta poner en palabras todo lo que la idea captura. Uno de los aspectos atractivos de su texto es que logra identificar cuáles son sus elementos constitutivos (los llama: monumento, máquina y red). Estos elementos son los que logran que sea (y pueda seguir siendo) lo que es, más allá del paso del tiempo y de las transformaciones. La ciudad, con el pesar de los nostálgicos, podrá seguir siendo ciudad, en la medida que logre un adecuado equilibrio de esos tres elementos. Al dotar así de una gramática común y un aparataje conceptual innovador, considerarlos consciente y explícitamente en la planificación de las ciudades intermedias podría ser un punto de inflexión en nuestra historia urbana.

En efecto, un planificador al tanto de la complejidad de su tarea deberá hacerse cargo de preguntas que Hénaff nos ayuda a enmarcar y entender de forma adecuada. ¿Qué relevancia tiene un espacio vacío, aunque económicamente inútil? ¿Qué pasó con el aspecto simbólico de los edificios? ¿Importa –fundamentalmente– que tengamos edificios objetivamente feos? Y en relación a la vida en comunidad, al vivir juntos, ¿a qué se debe la falta de proximidad en los vecindarios? ¿Por qué ya nos es más difícil caminar y encontrarnos? ¿Por qué sentimos que hemos perdido unidad?  ¿Cómo articular lo común?

El santiaguino que se suele quejar de su ciudad lo hace en parte porque en ella se manifiestan nítidamente estas preguntas. Tomarse en serio el desarrollo de las ciudades intermedias exige, entonces, tomar un camino diferente al que se ha seguido en la capital. Para ello, el primer paso es abrirse a pensar en políticas públicas de un modo más amplio. En otras palabras, es la condición para aprovechar la oportunidad de pensar ciudades que, habiendo crecido, aún no lo han hecho lo suficiente como para ser inabarcables.

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