Columna publicada en El Líbero, 27.09.2016

Para poner freno a la centralización del país, el Gobierno ha ingresado un proyecto de ley que permite la elección de los intendentes por sufragio. Si bien el diseño institucional de esta propuesta ha sido criticado desde el derecho administrativo por un reciente informe del Centro UC de Políticas Públicas, hay razones adicionales para mirar el proyecto con sospecha. Esperar que vaya a aumentar la participación política por el mero hecho de que se elijan los intendentes podría ser ilusorio, especialmente si se pierde de vista que ella está directamente vinculada a la participación en otras esferas de la vida social.

En efecto, para hacer posible la transferencia de poder desde Santiago hacia el resto de las regiones –a lo que en general nos referimos con la idea de “descentralización”–, se requiere generar un aumento en la participación social y política de sus habitantes, de modo que puedan ser gestores de los asuntos locales. Este parece ser el mecanismo por el cual evitamos la tentación de olvidarnos de que somos ciudadanos.

Sin embargo, aun cuando en algunos aspectos pueda haber una línea difusa entre ambos, existe una diferencia cualitativa entre lo “social” y lo “político”. En este sentido, lo “político” tiene que ver fundamentalmente con el gobierno y la administración del Estado, y lo “social” con los demás componentes de la vida social: la sociedad civil y el mercado. Poner atención a esta diferencia es importante porque nos permite analizar si es que existe algún tipo de orden de prelación entre ellas y cómo se implican mutuamente. Con eso en mente, podremos saber qué dispositivos usar para promover cada una.

La existencia de una sociedad vital y en forma (en buen estado) implica una tensión necesaria entre la esfera estatal, la del mercado y la de la sociedad civil. Mary Ann Glendon ha señalado que esta tensión puede ser destructora o creadora, y será creadora cuando las estructuras de cada una estén en fuerzas relativamente balanceadas (esto no significa que deban ser iguales: según el caso, se puede exigir mucha o muy poca presencia estatal). Así, el ejercicio del poder estatal (ya sea central o regional) sólo puede ser robusto en la medida en que las fuerzas de la sociedad civil y del mercado también lo sean.

De lo anterior se sigue una consecuencia importante: habrá auténtica participación política en la medida en que las personas le encuentren un sentido a la asociación en pequeñas comunidades en que se hagan cargo de su propia realización personal y colectiva. Es a través de ellas que se generan las virtudes necesarias, el sentido de responsabilidad, y el consecuente impulso a participar en las decisiones políticas. Mientras menos nos hagamos cargo de nuestro propio destino, mientras no logremos dar forma y fuerza a nuestra vida en común, más grande se hará la distancia entre gobernantes (centrales y regionales) y ciudadanos; y, así, más se profundizará nuestro desinterés por lo que está fuera de nosotros.

Con su proyecto de ley, el Gobierno ha optado por priorizar el aumento en la participación política antes que la social. Sin embargo, pareciera ser que el orden en que se debiese legislar es el inverso, y no es irrelevante a cuál tipo de participación atendemos primero y a cuál después. Si esto es así, el foco no debiese estar en el mecanismo de establecimiento de los intendentes (al menos no por ahora). Más bien debiésemos ocuparnos en ver –región por región– cómo dar fuerza a la sociedad civil y al mercado, considerando especialmente las particularidades de cada localidad.

Esto último pone de relieve una segunda dificultad. Tomarse en serio esta tarea exige ensanchar la razón hacia reflexiones que van más allá de la lógica económica y de los derechos. Hay más razones que el incentivo, o que formular los problemas en términos de que las personas tienen derecho a. Esta forma de pensar nos ha llevado a un callejón con poca salida. Implica, entonces, explorar y dar uso a categorías propiamente políticas (no económicas, no jurídicas) para impulsar la asociación y el emprendimiento.

Si descentralizar exige mayor participación política, debemos, entonces, empezar por potenciar la participación social. Y aunque pueda sonar contra intuitivo, potenciar la participación social exige –especialmente hoy– razones propiamente políticas, capaces de comprender la dimensión colectiva de los asuntos humanos.

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