Columna publicada en La Tercera, 20.07.2016

No hay acción humana que interese más a la sociedad que el matrimonio y, por tanto, resulta lógico que las leyes civiles lo regulen. La idea pertenece a Montesquieu, un insigne pensador liberal, y no debiéramos perderla de vista a la hora de discutir sobre esta institución.Precisamente por ser tal, no cabe considerarla sólo desde un prisma individual: allí se juegan bienes colectivos de la mayor importancia. Este hecho nos obliga a ser muy rigurosos en el debate relativo al matrimonio homosexual. Por de pronto, no es suficiente invocar un derecho individual para que éste deba automáticamente ser recogido por la ley; como tampoco basta apelar a la naturaleza de la institución sin antes justificarla.

Ahora bien, es indudable que por momentos la discusión se parece a un diálogo de sordos, donde cada cual afirma su posición interesándose poco en los argumentos contrarios. Un modo posible de avanzar, siquiera para explicitar el desacuerdo, consiste en tomarnos en serio el concepto de matrimonio. En efecto, si queremos modificar sus requisitos, no podemos olvidar que las exigencias tradicionales responden a una definición. Ésta nos puede parecer anticuada, pero tiene el mérito de existir. Dicho de otro modo, si el matrimonio ha sido entendido como la unión entre un hombre y una mujer, con vistas a asegurar el mejor entorno posible a los frutos de esa unión, entonces es lógico -y no constituye discriminación arbitraria- que su acceso esté reservado a parejas de distinto sexo. Más allá de sus posibles defectos, este esquema posee una innegable coherencia interna: los requisitos del matrimonio (que no tienen que ver sólo con la diferencia de sexo) emanan de su definición.

Esto implica que modificar las exigencias de acceso al matrimonio supone modificar también su concepto. Y es aquí, creo, donde reside el punto ciego de las argumentaciones en favor del matrimonio homosexual: hasta ahora no han podido ofrecer una noción coherente con el cambio que propugnan. No basta, por ejemplo, con apelar al carácter afectivo de la relación: a la ley no le interesan los afectos de ninguna especie pues en ellos, en cuanto tales, no hay un interés público involucrado. La aspiración al reconocimiento tampoco constituye un argumento de suficiente peso (¿por qué el Estado liberal habría de reconocer un determinado estilo de vida?). Si deseamos reparar daños injustamente inferidos, éste no parece ser el mejor instrumento.

Así las cosas, ¿cómo definir al matrimonio si consideramos que su carácter heterosexual es meramente accidental? ¿Qué hacemos con los otros requisitos del matrimonio, qué lógica interna conservan? ¿Qué efectos puede tener todo esto sobre el orden simbólico que funda toda sociedad? ¿Qué sentido tiene regular una institución que no cuenta con una definición precisa? Estas preguntas son incómodas, y no corren con viento a favor. Sin embargo, es indispensable formularlas del modo más claro posible, porque -guste o no- se trata de una cuestión conceptual que exige un mínimo de rigurosidad. Este debate no merece menos que eso.

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