Columna publicada en La Tercera, 02.03.2015

SENTIDO COMÚN. Según la ministra de Educación, éste basta para resolver los eventuales conflictos que podrían surgir con la Ley de Inclusión. Esta última, buscando terminar con todo tipo de discriminación, limita al máximo las sanciones que los colegios pueden imponer a sus alumnos. En principio, el consejo ministerial suena razonable. Dado que terminar con la discriminación es un objetivo que todos compartimos, ¿por qué suponer que esto podría generar dificultades graves, si la vieja prudencia aristotélica sigue allí, disponible?

Sin embargo, más allá de las buenas intenciones involucradas, todo esto presenta algunos problemas difíciles de soslayar. Por de pronto, puede dejar en manos del burócrata de turno la tarea de definir en qué consiste el bendito sentido común. Y aunque es evidente que ningún texto puede entrar en una casuística infinita, en este caso la dificultad estriba en que casi no hay criterios que permitan una mínima orientación. ¿Cómo conjugar la autonomía de proyectos educativos con la nueva ley? ¿Qué tipo de sanciones constituyen discriminación arbitraria y cuáles no? ¿Será posible arreglar la carga en el camino?

En rigor, esta apelación al sentido común parece ser, más que una defensa de la prudencia, una manera (algo torpe) de evitar un nuevo foco de conflicto en el inicio de año escolar. En el fondo, la ministra está tratando de obviar un desacuerdo muy relevante, que guarda relación con el modo de concebir la educación. Simplificando un poco, acá pueden identificarse dos posturas divergentes: para algunos, el principio de no discriminación es absoluto (como si toda distinción fuera perversa), y debe primar siempre frente a los reglamentos particulares; para otros, es prioritario proteger la autonomía (aunque fuera relativa) de las comunidades educativas a la hora de fijar sus propias reglas de disciplina. Así, los primeros conciben al alumno primariamente como un individuo titular de derechos, y los segundos tienden a considerarlo más bien como miembro de una comunidad que puede (y debe) fijar ciertas normas y, eventualmente, sanciones para quienes las transgredan. De este modo, si los primeros insisten antes que todo en la regulación estatal, los segundos ponen el acento en la libertad de los padres para elegir la educación de sus hijos.

Desde luego, existen posiciones intermedias y, de hecho, ambas posturas llevadas al extremo pueden ser absurdas. No obstante, tampoco debe negarse que acá hay dos visiones antropológicas enfrentadas, que quizás deberíamos explicitar en lugar de esconderlas bajo la alfombra. Después de años de discutir cuestiones de educación tan relevantes como accidentales (financiamiento, estructura jurídica, propiedad), quizás esta era una buena oportunidad para debatir un problema de fondo. Pero hemos seguido, una vez más, la política del avestruz. Y ya sabemos que cuando los políticos esconden la cabeza, son luego los jueces los encargados de tomar las decisiones relevantes: en rigor, el debate solo se traslada desde la política a la judicatura. No es seguro que la democracia gane demasiado con esa inversión.

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