Columna publicada en revista Qué Pasa, 20.02.14

CONFECH se refirió a estudiantes expulsados de la Universidad Central

Foto: Revista Qué Pasa

Antes de que el apoyo de la FECh a la represión del régimen venezolano contra las manifestaciones estudiantiles trizara el aura de respetabilidad del “movimiento estudiantil” chileno, cuando todavía podían anatemizar con gesto grave a Claudia Peirano y luego declarar con tono vaticano que era “sabia” su renuncia, hubo un concepto que, al ser dirigido a los luchadores contra el lucro, causó escándalo y un rasgar de vestiduras: “grupo de presión”.

No está claro quién lo usó primero, pero la reacción furibunda de dirigentes y ex dirigentes estudiantiles por ser llamados así fue notoria: casi sin querer se les había golpeado en lo que parecía ser su punto débil. Ante ello, pegaron de vuelta, afirmando que ellos no eran un “grupo de presión”, a diferencia de sus enemigos -José Joaquín Brunner, Mariana Aylwin, Genaro Arriagada, etcétera- que sólo defendían intereses mezquinos. Que ellos, a diferencia de los “lobbistas del lucro”, eran un movimiento social, un instrumento del bien común.

Carlos Peña, en su columna de El Mercurio hace unas semanas,  los secundaba en este punto. Según el rector, llamar a los estudiantes “grupo de interés” o “grupo de presión” era una idea propia de la “economía neoclásica”, un equivalente político al concepto de “distorsión de mercado”. A ello agregaba que todos los grupos tienen intereses, por lo que el concepto sería irrelevante, y que lo importante era escuchar las razones que se esgrimían en defensa de esos intereses.

Sin embargo, Peña cometía dos errores. Primero, utilizaba en defensa de los ofendidos estudiantes justamente el punto que los ofendía: el hecho de ser considerados un grupo más, con legítimas aspiraciones e intereses, en vez de “la” voz de la verdad. Segundo, desdeñar el concepto de “grupo de interés” o “grupo de presión” como irrelevante o simplemente “neoclásico”.

La idea de “grupo de presión” es originalmente utilizada por el politólogo norteamericano David Truman para distinguir a los grupos que, organizados en torno a ciertos intereses, buscan influir en los espacios de toma de decisiones sin disputar directamente el poder político. Ellos tienen una estructura más definida y fines más específicos que los meros “grupos de interés”, que buscarían influir en el proceso político por vías que no tienen una organización formal. Finalmente, existen también los “grupos de poder”: los organizados formalmente para la adquisición y el mantenimiento del poder. El ejemplo más clásico son los partidos políticos.

Usando esa clasificación podría verse con claridad cómo el “movimiento estudiantil” nace como “grupo de interés” manifestando el malestar ciudadano con los abusos vinculados a la educación,  evolucionando luego hacia un “grupo de presión”, al adquirir una orgánica más formal y fijar objetivos políticos que se enmarcan dentro de una determinada ideología, sirviendo, por esa vía, a ciertos intereses políticos. El círculo se cerraría con la final fragmentación en grupos de poder formales (como Revolución Democrática, el Partido Comunista o el Movimiento Autonomista) que utilizan la plataforma del grupo de presión para disputar directamente el poder político, instalando representantes en el Congreso.

Estas tres etapas, finalmente, no serían fases que se niegan entre sí, sino un aparato de poder -una red- que va ganando en complejidad a medida que crece: todavía hay personas que se pueden sumar ocasionalmente a una marcha pensando simplemente en que “hay que mejorar la educación” o terminar con las injusticias; también existe una orgánica dedicada a “concientizar” y encauzar a esas personas motivadas hacia una participación más formal dentro del “movimiento”; y, finalmente, hay una serie de grupos políticos con representación formal en el Congreso que usan como “divisiones inferiores” a los otros niveles organizacionales.

¿Por qué enoja tanto a los dirigentes que se les designe como “grupo de presión”? La razón parece residir en la pérdida de capital simbólico que puede producir frente a la opinión pública el hecho de que se interrumpa el flujo de legitimidad, desde el “grupo de interés” a los “grupos de poder”, al dejar de ser identificados como “luchadores por una causa noble”, y pasar a ser tenidos por lo que son: una orgánica con intereses partisanos que deben ser defendidos en público utilizando argumentos en vez de consignas. Al ocurrir esto, dejan de parecer representantes de un supuesto consenso social y, por lo mismo, la pretensión de superioridad moral que los articulaba desaparece. Es por esto que Carlos Peña pone el dedo en la llaga cuando dice que es obvio que son un grupo de interés como cualquier otro: es el fenómeno que el mismo rector antes denominó como “la nueva beatería” el que ahora se derrumba.

El proceso de pérdida de capital simbólico es acelerado por los errores y confusión de roles que comienzan a darse entre el grupo de presión del movimiento estudiantil y los grupos de poder que se alimentan de él. Así, el error de la FECh de posicionarse radicalmente respecto a la situación política venezolana deja claro que quedaron lejos los tiempos en que el movimiento estudiantil podía presentarse como un “movimiento educacional” -es decir, como un grupo de interés- y que lo que ha emergido de ahí tiene cada vez menos que ver con una simple preocupación por el “bien común”. Los dirigentes bajaron del Olimpo.