Columna publicada en La Segunda, 23.12.2015

Desde que el Tribunal Constitucional (TC) anunció su decisión sobre gratuidad universitaria han aparecido fuertes críticas en su contra. Muchos de esos reparos, empero, no apuntan primariamente a este caso puntual, sino más bien a la existencia misma del TC. Ello sorprende, por más que hoy consideremos excesiva la cantidad e intensidad de nuestros mecanismos supramayoritarios. Digámoslo así: una cosa es proponer menos facultades para el TC, cuestión plausible y abierta al debate, y otra muy distinta sugerir que este organismo, como tal, debiera ser borrado del mapa.

¿Qué se esconde, entonces, tras la crítica destemplada al TC?

En primer lugar, un severo equívoco: el deseo de convertir la democracia en la sola expresión de mayorías legislativas que, siendo muy importantes, distan de agotar el sentido del régimen democrático. Desde luego, éste busca fomentar y canalizar la participación ciudadana, pero también resguardar la igual dignidad y libertad de todos los ciudadanos (y por eso identificar la democracia con algún tipo de relativismo no tiene mucho sentido). Todo ello se traduce en la protección de determinadas reglas y derechos básicos y, por ende, en ciertas restricciones a las mayorías. ¿Cómo favorecer, sino, un uso limitado y racional del poder político?

Con todo, la crítica radical al TC también responde al desconocimiento de nuestra trayectoria institucional. Ello se observa en el constante afán de afirmar, sin matices ni distinciones, que el TC es “obra de la dictadura”. En Chile este tribunal nace en 1970, bajo el gobierno de Eduardo Frei Montalva. Por cierto, su estructura y funcionamiento mutaron no sin dificultades a partir de lo que puede llamarse el orden constitucional “guzmaniano”. Sin embargo, debemos recordar que fue el propio TC el que ordenó, en favor de la oposición democrática de la época, someter al control del Tribunal Calificador de Elecciones el crucial plebiscito que dio el triunfo al No, el 5 de octubre de 1988. En cualquier caso, la actual composición del TC deriva de la amplia reforma constitucional de 2005, aprobada bajo el gobierno del ex Presidente Lagos.

No deja de ser curioso que en un contexto caracterizado por el rechazo a los abusos se mire con tanto recelo un organismo como el TC, orientado precisamente a evitarlos. En rigor, una república democrática no resiste sin esta clase de instituciones, ni tampoco sin una base mínima de disposiciones morales y cultura cívica. Pero, mal que nos pese, ya sabemos que estas últimas escasean en buena parte de nuestra élite política; y quizás es esto, y no otra cosa, lo que en último término explica el excesivo cuestionamiento al TC.

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