Columna escrita por Guillermo Pérez y Asunción Poblete. Publicada el 9 de junio de 2023 en Ciper.

El siguiente texto destaca las ideas principales de un documento más extenso de los autores, disponible íntegro en línea.

La idea de avanzar hacia un Estado de bienestar en Chile acompañó no sólo las promesas de campaña del presidente Gabriel Boric sino también algunas de sus recientes entrevistas. Al diario español El País le comentó en marzo pasado: «El norte hacia el cual camina nuestro Gobierno es aquel que respaldó el pueblo chileno mediante voto popular, sentar las bases de un Estado del bienestar, haciéndonos cargo de las inseguridades económicas, sociales e individuales que enfrentan las personas en su vida cotidiana, aquí y ahora».

Si consideramos que la idea de un Estado de bienestar se repitió también varias veces en la pasada experiencia de la Convención Constitucional surge la necesidad de definir qué entendemos exactamente por ella. El académico David Garland, reconocido defensor del concepto, ha llegado a describir que existen «tantos tipos de Estado de bienestar como naciones hay en el mundo».

Pero para construir un aparato estatal de tales características —sea cual sea el modelo— no bastan la voluntad política ni las buenas intenciones. Se trata de una idea con múltiples posibilidades, que además siempre ha estado sujeta a amplios debates. Estos van desde la dificultad de definir los conceptos mismos de «Estado» y «bienestar», hasta los problemas que genera la enorme diversidad empírica que exhiben los países agrupados clásicamente en torno a tal noción. De hecho, Garland sugiere que la denominación «Estado de bienestar» sería errónea: a diferencia de lo que suele suponerse en el debate chileno, los organismos estatales no son los únicos involucrados en la provisión de las diversas prestaciones que aquel implica. Por el contrario, las familias, los trabajadores, el mercado, la sociedad civil, las organizaciones internacionales y los gobiernos subnacionales juegan un rol insustituible. De hecho, el académico danés Gøsta Esping-Andersen no utiliza tanto el concepto de «Estado de bienestar» como los de «capitalismo de bienestar» y «regímenes de Estado de bienestar», que lograrían reflejar con más precisión la diversidad de arreglos institucionales y participantes que hacen posible la entrega de servicios y bienes públicos. Otros autores, por su parte, han preferido denominaciones como la de «Estado social» o la de «sistemas de bienestar».

La tipología más difundida en esta materia, y que marcó un punto de quiebre en los estudios sobre el bienestar, es precisamente la desarrollada a comienzos de los años 90 por Esping-Andersen. Él sugiere que existen tres clases de sociedades de bienestar: el modelo liberal (representado por Estados Unidos y Canadá), el conservador (representado por países como Alemania, Francia e Italia), y el socialdemócrata (representado por Suecia y Dinamarca). En términos esquemáticos, las diferencias residen en la forma en que se relacionan el mercado, la familia y el Estado en la provisión de bienes públicos; en los tipos de estratificación social que genera la interacción de estas instituciones; y en el grado en que las familias pueden mantener un nivel de vida socialmente aceptable, independientemente de su participación en el mercado [VAN KERSBERGEN 2018]. El modelo liberal, por ejemplo, privilegia al mercado como proveedor de bienestar, potenciando la protección social privada y entregando a la intervención estatal un rol subsidiario que atiende única o principalmente a quienes no tienen los medios económicos para suplir ciertas necesidades básicas. Por su parte, el modelo conservador se caracteriza, entre otras cosas, por la intervención del Estado en la defensa y mantenimiento de la familia como proveedora de bienes y servicios públicos. El modelo socialdemócrata, en tanto, impulsa la preeminencia del aparato estatal en la provisión de bienes y servicios sociales de carácter universal e igualitario, sin perjuicio de las respectivas excepciones que puedan existir a este principio.

En resumen, los efectos de cualquier arreglo institucional orientado hacia un régimen de bienestar dependerán, en buena medida, de las características particulares de cada país. De ahí que la reflexión sobre las condiciones de posibilidad de un Estado de bienestar en Chile debe tener en consideración sus límites y singularidades económicas, políticas y culturales. De poco sirve ilusionarse con replicar algo así como un modelo nórdico en abstracto sin pensar en nuestros problemas. ¿O acaso podría el Estado chileno contratar al 25% de su población activa como funcionarios públicos, tal como lo ha hecho Suecia para incentivar el trabajo femenino? ¿Cuenta Chile con reservas de petróleo como las de Noruega, que le han permitido financiar los bienes y servicios que ofrece el Estado? ¿No hay diferencias culturales y demográficas significativas entre los ciudadanos nórdicos y nosotros? ¿Es posible implementar un Estado de bienestar sin un proyecto robusto de modernización del aparato estatal chileno?

Estas preguntas se vuelven aún más acuciantes si observamos los llamados «nuevos riesgos sociales» [BONOLI 2005], tales como la migración, los cambios demográficos y la desindustrialización, entre otros. A pesar de contar con regímenes de bienestar asentados hace décadas, diversos países han sufrido presiones enormes debido a estos fenómenos. Ninguno de esos riesgos es ajeno a la realidad chilena. Además, los Estados de bienestar toman muchos años en diseñarse y consolidarse, y lo que se diseña al principio va cambiando de acuerdo con las necesidades que surgen en el camino.

En suma, si el objetivo es construir un Estado de bienestar —sea cual sea el modelo que se busque seguir o replicar—, es fundamental tener a la vista estos problemas y desafíos, que pueden tensionar al máximo la capacidad del Estado.