Columna publicada en La Tercera, 28.10.2015

“Esto no es desde arriba para abajo, sino que de abajo para arriba”. La frase, pronunciada por el ministro Eyzaguirre, busca dar cuenta del espíritu participativo que debería animar el proceso constituyente. No hay otro modo, nos dice, de tener finalmente una Constitución plenamente democrática, sin distorsiones de ninguna especie.

Si se quiere, este tipo de argumentos pueden ser leídos como una nueva manifestación del lirismo que se ha apoderado de nuestra izquierda; la misma que busca saciar su sed de absoluto en una Carta fundamental que deje atrás nuestro pasado autoritario. Aunque la ilusión es atractiva, tiene un defecto grave: no existe. En el mejor de los casos, el Gobierno está operando con una ingenuidad tan tierna como irresponsable: ¿cómo lograr que haya una deliberación químicamente pura, sin intervenciones? ¿Dónde están los ángeles que la dirigirán? ¿Quiénes serán los monitores, cuáles serán los procedimientos, dónde se podrán leer las conclusiones, quién las redactará, cómo se realizará la improbable síntesis? Basta haber participado en alguna asamblea universitaria para comprender cuánta manipulación puede esconderse en cada uno de esos mecanismos (que el ministro trata con cierto desdén).

Por lo mismo, puede suponerse que aquí hay algo de maniobra y de contrabando. De hecho, el sueño de todo político es hacernos creer que su programa es la auténtica expresión del deseo popular. La duda no es descabellada, pues el Gobierno afirma -al mismo tiempo y sin arrugarse- que el proceso debe ser “de abajo hacia arriba”, y que es necesario generar el “apetito constitucional” (lo que debe hacerse “de arriba hacia abajo”). Esto es extraño porque, o bien deseamos escuchar aquello que las bases nos quieren decir -y es posible que no haya deseos de una nueva Constitución-, o bien vamos a ir a generar algo que aún no existe. Por eso cabe preguntarse si acaso la educación cívica no terminará siendo un adoctrinamiento puro y duro.

Con todo, el problema más grave va por otro lado y guarda relación con algo que subyace al discurso: hay en todo esto una profunda desconfianza en la política y sus posibilidades. En efecto, se respira cierta aversión por el concepto mismo de representación política, como si toda mediación fuera perversa. Es raro que sean hombres públicos con trayectoria quienes defiendan esto porque, al final, la política es casi pura mediación. Los deseos y aspiraciones de los ciudadanos requieren necesariamente una articulación discursiva que sólo puede ser realizada en sede política. Fuera de ella, todo se transforma en manipulación de algunos iluminados. Es cierto que, por muchos motivos, nuestro sistema está desprestigiado (y por eso es miope el rechazo cerrado a cualquier discusión constitucional), pero este camino sólo puede agravar dicha crisis al aprovecharse de ella, además de generar expectativas imposibles de cumplir.

En rigor, todo esto nos acerca bastante al populismo, ese curioso lugar donde algunos hablan directamente con el pueblo, sin necesidad de intermediarios. La dificultad estriba en que allí -más allá de las apariencias- hay bien poco de democracia.

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