Columna publicada en El Líbero, 25.08.2015

Es probable que la Presidenta Bachelet anuncie en el corto plazo el cierre de Punta Peuco. Ese hecho, sumado al nombramiento del ex juez Solís en la unidad de DD.HH. del Ministerio de Defensa, y a las resoluciones e investigaciones de los casos “Berríos” y “Quemados”, nos invitan a volver a revisar nuestro pasado reciente. Las conmemoraciones de septiembre amenazan con polarizar los ánimos, que ya están bastante tensos por una crisis económica y política que nadie sabe bien a dónde va. Si seguimos la tesis de José Joaquín Brunner en su ensayo “La reconciliación como objeto de disputa” (en Las voces de la reconciliación, IES, 2013), este tipo de situaciones ponen en entredicho la reconciliación que, de hecho, el país alcanzó en muchas de sus dimensiones, y evidencian una división que perdura obstinadamente en los planos simbólico y cultural.

Según la tesis de Brunner, en nuestra vida cotidiana los chilenos estamos, en gran parte, reconciliados. Nuestras demandas políticas y sociales tienen que ver con temas como mejor educación y salud, y una lucha más eficiente contra los abusos y la delincuencia. Sin embargo, en el plano simbólico subsisten diversas lecturas sobre nuestra historia, que luchan de manera más o menos soterrada en busca de legitimidad y reconocimiento. Son esas diferencias las que afloran, con frecuencia, al hablar del pasado.

En este panorama, por tanto, surge una pregunta clave: ¿conviene volver sobre la reconciliación como un objetivo político relevante? Aunque parece una demanda noventera (y, en palabras de Villegas, pasada de moda), es difícil negar que reconstruir los vínculos de amistad cívica y establecer ciertas bases morales e históricas es fundamental para plantear proyectos políticos compartidos. Siendo así, el problema salta a la vista: el anuncio de cerrar Punta Peuco, por ejemplo, más que integrarse en proyecto orientado a mejorar el estado de nuestras cárceles —ya hacinadas muchas de ellas—, parece ser un intento por explotar una agenda de derechos humanos que solía ser beneficiosa para la izquierda. Así, es difícil que se avance en reconciliación.

Tampoco se avanza en reconciliación cuando se relativiza la violencia política, especialmente en las formas del debate público. La lección más radical que sacamos los chilenos —el respeto irrestricto de los DD.HH.— se relaciona con la explosión de la violencia. Lo que en sus inicios no era más que una retórica algo incendiaria fue avanzando paso a paso, de manera imperceptible, hasta los hechos brutales que ya conocemos. Por ende, esa lección, si se toma en serio, tiene sus implicancias: no basta con cuidar los acuerdos políticos y condenar las retroexcavadoras; falta también una condena sin ambages de la violencia, algo que el PC y quienes prefieren recordar míticamente al MIR y a Allende —por no decir la nostalgia de Bachelet por la RDA— olvidan constantemente.

En Sudáfrica, luego de los duros años del Apartheid, Nelson Mandela logró sacar a su país del marasmo al que lo llevó la polarización política. Allí no solo hubo un arreglo institucional responsable y capaz de promover el encuentro entre los grupos antes divididos, sino también un liderazgo claro por parte del mandatario. Mandela, que sufrió años de cárcel y promovió la violencia, simbolizó después un camino totalmente distinto: desde el perdón y el encuentro, hizo que las facciones que antes se miraban como enemigas pudieran construir en conjunto un proyecto nacional. Por desgracia, Michelle Bachelet ha desperdiciado una oportunidad inigualable: desde el dolor de su exilio y del asesinato, luego de la tortura, de su propio padre, tenía bastantes posibilidades de promover un proyecto de reconciliación nacional basado en la verdad y la justicia, para así encauzar nuestro pasado en direcciones más constructivas. La falta de voluntad para alcanzarla es, mal que nos pese, un lastre que sigue fosilizando nuestra historia.

Ver columna en El Líbero