Columna publicada el domingo 21 de febrero de 2021 por El Mercurio.

Como ocurrió durante el 2020, el eventual retorno a clases presenciales ha vuelto a encender la polémica. Bastó que el gobierno anunciara la apertura de los colegios para que surgieran las críticas, acusando —una vez más— precipitación y falta de diálogo. Con todo, y más allá de sus falencias, la señal del Ejecutivo es fundamentalmente correcta: Chile tiene pocos desafíos más urgentes que abrir cuanto antes las escuelas.

En esta materia, el consenso entre especialistas es virtualmente unánime, y todos ellos han insistido en la imperiosa necesidad de volver a clases presenciales. La Unesco, por ejemplo, ha sostenido que el regreso es “factible y urgente”, ya que “muchos niños y niñas se están quedando atrás”, por no contar “con el apoyo de sus docentes, para estar con sus compañeros”. La información disponible es demoledora: un estudio de Educación 2020 indica que un 44% de los niños aseguran haber aprendido “poco o nada” el año pasado. Un 70% de los alumnos de la Escuela Lo Valledor de Pedro Aguirre Cerda, por mencionar otro dato, no se conectó a clases durante el año. Si a esto le sumamos que muchas familias no cuentan con buena conexión internet, ni tienen las redes de apoyo necesarias, estamos frente a una catástrofe pedagógica de proporciones, que —como siempre— afecta sobre todo a los más vulnerables.

Nada de esto debe extrañar. En efecto, la educación no es un commodity que pueda entregarse vía Zoom, especialmente a nivel escolar. La red es un paliativo muy limitado, y no puede reemplazar la presencia. Toda educación digna de ese nombre requiere de un encuentro personal –con profesores y pares—, y esa experiencia es imposible de replicar en modo virtual. La escuela es el centro vivo de una dinámica que permite y facilita el despliegue de lo humano, y estamos negándoles esa instancia a millones de niños. Es menester suscribir una antropología pedagógica extraordinariamente estrecha para suponer que lo realizado el 2020 puede sostenerse en el tiempo sin dañar gravemente la vida de muchos menores. En Europa han comprendido esto y, por eso, han hecho todo lo posible por mantener abiertas las escuelas.

En virtud de lo anterior, resulta cuando menos llamativo que tantos actores directamente involucrados en el asunto parezcan siempre más preocupados de las dificultades (reales e inevitables) que del carácter urgente del regreso. Dicho de otro modo, por momentos da la sensación de que la vuelta a clases presenciales es, para muchos, un asunto que conviene postergar todo cuanto sea posible. En efecto, el gobierno se ha encontrado en esta tarea con tres obstáculos de relieve. El primero ha sido, sin duda, el Colegio de Profesores. Éste ha planteado una serie de demandas cuyo único efecto posible sería retrasar en varios meses cualquier posibilidad de vuelta. Entre otras cosas, exigen que el regreso únicamente pueda darse en fase 4, lo que implica que solo están dispuestos a volver una vez que la pandemia haya sido superada (y después de los gimnasios, lo que revela bien su orden de prioridades). También han solicitado que se establezca un plan de transporte integral, imposible de implementar en pocas semanas. En rigor, el gremio demanda que el riesgo sea cercano a cero, pero ese criterio obligaría al absurdo de tener paralizado al país por un plazo indeterminado —como si, todos los días, no hubiera muchos trabajadores que asumen riesgos para sacar al país adelante—.

El segundo obstáculo que enfrenta el gobierno viene dado por los alcaldes, que no parecen muy proclives a colaborar. Se trata de autoridades cercanas a la población, pero que también responden a dudosas lógicas clientelares —las libertades que se han tomado con el calendario de vacunación son prueba palmaria de ello—. Además, las razones aducidas son a veces dignas del mejor realismo mágico. El alcalde de San Miguel, por ejemplo, ha dicho que es complejo volver considerando que los colegios serán locales de votación en las elecciones de abril. Con esa lógica, claro, no podríamos abrir en todo el año (luego hay elecciones primarias y, más adelante, parlamentarias y presidenciales, sin olvidar el plebiscito de salida el 2022).

El tercer obstáculo es el silencio culpable de la oposición, y de sus candidatos presidenciales, que no han dicho casi nada sobre el tema. En un momento de equilibrios precarios, ese silencio no es trivial, porque convierte en político-partidista un asunto que debería ser transversal. Esto resulta aún más extraño si consideramos que la superación de las desigualdades es uno de sus ejes programáticos fundamentales y que, desde el 2011, la educación ha jugado un papel relevante en su discurso. ¿Por qué, entonces, no decir nada sobre un hecho que agrava día a día nuestras inequidades? ¿No sugiere ese silencio que la bandera de la educación solo se enarbola por motivos instrumentales?

Nada de esto implica negar los errores del gobierno, que no han sido pocos (baste recordar las declaraciones del ministro Palacios). No obstante, es extraño que haya que convencer a tantos de algo tan evidente: nuestros niños necesitan volver cuanto antes a encontrarse con sus profesores y compañeros. Al fin y al cabo, la soledad del ministro Figueroa es símbolo del abandono en el que tenemos a esos alumnos que no podrán recuperar nunca aquello que no han recibido. Cada día que pasa el daño es peor.