Columna publicada en La Tercera, 17.09.2014

La bomba que explotó la semana pasada en el Metro Escuela militar vino a recordarnos ese axioma que tanto trabajara Thomas Hobbes: no hay vida social sin seguridad, y el primer deber del Estado es garantizarla. Cuando falta la seguridad, el resto se vuelve prescindible y superfluo: el temor cambia bruscamente todas las prioridades. El gobierno lo comprendió bien y consciente de que malas señales podían ser fatales, asumió una posición agresiva. En ese contexto se explica la idea de permitir que la ANI infiltre organizaciones violentas.

El Ejecutivo enfrenta, eso sí, varias dificultades en este tema, y ellas tienen que ver con su propio mundo. En rigor, la izquierda lleva años banalizando peligrosamente el fenómeno terrorista. Hace algunos años, el actual presidente del PC admitió -sin arrugarse- que había participado en el secuestro de un menor de edad, sin que nadie se sorprendiera demasiado. Lorena Fries, directora del INDH, ha dicho en todos los tonos que en Chile no hay terrorismo. Al mismo tiempo, parlamentarios de la Nueva Mayoría llevan algunos meses tratando de convencernos de que el terrorismo sólo puede ser practicado por agentes del Estado, lo que deja a la ETA y a Al Qaeda como simples organizaciones criminales. Al fin y al cabo, ¿qué distingue a Al Capone de Osama Bin Laden? Supongo que no es necesario recordar el escarnio que hizo el actual oficialismo con el caso bombas, aprovechando la oportunidad para sacar algunos réditos que hoy resultan incomprensibles.

Pero hay más. Hace pocos días, un grupo asociado al Frente Manuel Rodríguez dictó una charla en el Instituto Nacional. La reacción de la alcaldesa, una política inteligente y preparada, fue de antología: manifestó su molestia afirmando que el Instituto no debía prestarse para el “proselitismo”. Así, puso en el mismo plano actividades políticas con las del Frente, olvidando que la política es justamente el esfuerzo por superar la violencia. Recientemente, el ministro del Interior -encargado de la seguridad pública- volvió a insistir en su exótica tesis, según la cual no debe usarse la Ley Antiterrorista en el “problema mapuche”, porque se trata de un conflicto social. Pero, ¿cómo diablos el ministro sabe ex ante que tal o cual demanda social no ocupará métodos terroristas?

Nuestra izquierda, en definitiva, no es capaz de criticar radicalmente algunas formas extremas de lucha. Dicho de otro modo, siente siempre la tentación de justificar, de modo más o menos explícito, los métodos violentos. Ya decía Rousseau que el mal no reside tanto en los hombres como en las estructuras sociales. Todo esto va configurando un panorama poco alentador. En efecto, la lucha contra el terrorismo es durísima y requiere, por lo mismo, una convicción muy firme de estar luchando contra algo particularmente perverso. Aunque es evidente que en Chile el fenómeno es (todavía) acotado, la peor política en esta materia es negar la existencia del problema con cantinfleos jurídicos y retóricos. En ese sentido, la izquierda debe primero enfrentar sus propios fantasmas si de verdad quiere combatir el terrorismo.