Columna publicada en diario La Tercera, 2.10.13

 

En la recta final de su mandato, el Presidente está empeñado en sentar las bases de un sueño largamente acariciado: la fundación de una nueva derecha. Sus ojos están puestos en la contienda del 2017 y todo indica que dio por perdida la elección de noviembre. Es evidente la escasa afección de La Moneda para con la candidatura de Evelyn Matthei, que formaba parte de su gabinete hace algunos meses y que busca infructuosamente encarnar la continuidad. Con todo, nada de esto parece importarle al Primer Mandatario.

Es indudable que en su empresa el Presidente corre con viento a favor. Su discurso se corresponde exactamente con nuestro estado de ánimo y, además, aparece envuelto en un halo de convicciones morales profundas. Es cierto que no le faltan los detractores en su propio campo, pero éstos tienen, según él, los días contados: mientras unos avanzan raudos con el ritmo de la historia, otros se condenan a ser devorados por ella. Al fin, se dice, el Presidente encontró su relato más evocador: liberar a la derecha de los fantasmas de la dictadura.

Así, Sebastián Piñera asume sin ambages la mirada dominante sobre nuestro pasado, donde sólo cabe la condena moral. No queremos mirar nuestra historia sino para juzgarla desde el reino de las certezas y la superioridad (bien decía Camus que el matiz es el lujo de las inteligencias libres). Como fuere, hay involucrada una exigencia radical para la derecha: o bien se decide a romper consigo misma y con la narración de su propia biografía (mal que mal, casi toda la derecha actual se forjó en la oposición a la Unidad Popular y en la participación en el régimen militar), o queda anclada en una posición cada vez más marginal.

El Presidente tiene más de un punto, pero el lenguaje que utilizó encierra al sector en un callejón oscuro, porque remite a un registro puramente moral. Por eso es tan difícil distinguir en sus palabras entre oportunismo y convicción. Así las cosas, uno puede preguntase, si tan grande es su indignación moral, qué misterioso fenómeno lo obligó a gobernar rodeado de cómplices pasivos y de gente tan equivocada en cuestiones cruciales. Si cada cual es libre de escoger a sus amigos, las preguntas de Piñera se dirigen tanto a él como a sus socios.

La pregunta central es si acaso el Presidente está fundando una nueva derecha o simplemente, está intentando garantizar la subsistencia del piñerismo. Si es lo primero, más allá de las diferencias, se trata de un objetivo ineludible. La dificultad es que, en estos años, el Primer Mandatario ha encontrado enormes dificultades para elaborar un discurso. No es casualidad que ahora tenga éxito con el registro moral, que es insuficiente para hacer política. La pura negación es muy pobre como proyecto, salvo que se pretenda seguir girando indefinidamente a cuenta del pasado.

Dicho de otro modo, no es a punta de golpes efectistas que podrá fundarse algo así como una nueva derecha. Si es puro personalismo, Piñera sólo estará contribuyendo a radicalizar la profunda desorientación intelectual y política que afecta a la derecha desde que asumió el poder. Es cierto que ambos objetivos no son necesariamente excluyentes, pero articularlos sigue siendo una tarea pendiente.