Columna publicada en Qué Pasa, 02.02.2018

En Chile hay bastantes instituciones cuya existencia es anterior a la del Estado chileno. Algunos ejemplos son la Iglesia Católica, varios municipios y la universidad. Terremotos, guerras, reformas educacionales e inmobiliarias han tendido a borrar ese pasado profundo, escondiéndolo de nuestra vista. Salvo en contados lugares, como los fuertes de Valdivia, da la impresión de que el país hubiera comenzado anteayer.

El olvido en Chile es una fuerza de la naturaleza. El antropólogo Rolf Foerster nos decía en clases que quizás era algo mapuche, ya que este pueblo, en vez de tratar de resistir a la naturaleza, simplemente fluía con ella, en una eterna repetición de los ciclos. Que después del guillatún todos sus implementos quedaban ahí tirados y se los devoraba el bosque, hasta la próxima vez. Que recibían lo nuevo, como los caballos, y abandonaban lo viejo sin mayor drama (por lo que otro antropólogo los llamó “cultura caníbal”). Y que tal vez la concepción lineal de la historia del cristianismo –que proclama todo momento y persona como único e irrepetible– se había enredado aquí en las aspas del molino de los dioses antiguos.

En Derecho de la Chile, en tanto, pude presenciar el trabajo de algunos profesores que trataban de combatir ese olvido, con magros resultados. Bernardino Bravo nos hablaba de una decadencia del Reino de Chile (¡porque eramos un reino!) que comenzaba con los Borbones –franceses absolutistas y mercachifles– y de la cual la independencia no era más que el estertor final. Miguel Orellana, en tanto, se esforzaba por remontar los orígenes de la Universidad de Chile casi hasta Monte Verde, destacando que la Real Universidad de San Felipe había sido creada en 1738 a petición de los vecinos de Santiago, y que sobre ella había sido INSTALADA (no fundada) la Universidad de Chile, de la cual primero se desprendió la Católica y luego una gran variedad de sedes regionales. A partir de esta antigüedad, Orellana defendía las formas institucionales propias de la universidad en contra de la intervención estatal y de la intervención estudiantil (su último libro, Educar es gobernar. Orígenes, fulgor y fines del triestamentalismo, sigue la misma senda). Alfredo Jocelyn-Holt, finalmente, trataba de ubicar Chile en la geografía del mito, siguiendo la ruta estética de las representaciones, intentando mostrarles a los alumnos la densidad simbólica del mundo que habitábamos. A ellos se sumaban las profesoras María Angélica Figueroa y Sofía Correa, con las que no tuve la suerte de tener clases, para configurar una especie de pogo o slam dance contra el olvido, una estructura armónica creada a partir de participantes en constante choque y conflicto entre sí. Baile que, en el mundo punk, representa una forma de resistencia mancomunada en contra del “sistema”, en la cual, al mismo tiempo, nadie ve suspendida su identidad.

Pero las fuerzas homogeneizantes del olvido son poderosas. Y si Frei Montalva y Allende trataron de convertir las universidades en aparatos ideológicos, Pinochet las disolvió y dispersó, y la Concertación las mercantilizó y masificó, hoy enfrentamos una nueva etapa de destrucción. Quizás la final. Nuestro sistema universitario se convirtió en los 90 en un retail de títulos auspiciado por diversos sistemas crediticios. El CAE fue el más potente de ellos, abriendo las puertas a miles de nuevos estudiantes. Estos consumidores, el 2011, alzaron la voz en contra de sus abusos, y el sistema político decidió intervenir. Y este sistema, que ve la realidad a través de los votos, hizo lo suyo: no “expulsar a los mercaderes del templo”, sino asociarse con ellos en contra de lo poco de universitario que quedaba en el sistema universitario. Si los mercaderes ven dinero cuando miran a un estudiante y a su familia, los políticos ven votos. Y piensan que cada nuevo estudiante “gratis” en la universidad es su voto y el de su familia. Adriana Delpiano, la ministra saliente, lo expresó así con toda claridad cuando se mostró molesta por el poco trasvasije logrado. Pagando un “arancel de referencia” bajo por cada estudiante “gratuito”, el corral puede llenarse hasta el techo. Da lo mismo reventar a las pocas universidades privadas que ofrecían educación de calidad a la clase media, como la Alberto Hurtado o la Diego Portales, beneficiando a las que ofrecen educación de calidad mediocre. Costos del progreso. Votos y plata. Unas chauchas basales extras a las estatales a cambio de su autonomía. Y todos felices.

¿Cómo será el futuro de Chile cuando los títulos de pregrado ya no valgan nada, las universidades estatales hayan perdido toda autonomía respecto al gobierno de turno, y las únicas universidades que transen títulos valiosos sean instituciones privadas para los ricos? ¿Qué pasará cuando el slam dance se detenga? ¿Qué parte de Chile morirá si el sentido de la universidad muere definitivamente? ¿Es una especie de lobotomía nacional? ¿Triunfará, en términos parrianos, definitivamente el paisaje sobre el país?

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