Columna publicada el 07.10.18 en Reportajes de El Mercurio.

Contra todos los pronósticos, la Corte Internacional de Justicia rechazó íntegramente las reclamaciones que Bolivia sometió a su consideración. Nunca ha existido una obligación de dialogar, ni hemos comprometido un resultado concreto como fruto del diálogo. Tampoco puede suponerse que las negociaciones sean fuente de deberes (de lo contrario, nadie se sentaría a negociar). Todo esto parece obvio y evidente (y en muchos sentidos lo es); y, sin embargo, Bolivia logró crear un escenario de extrema incertidumbre. Según ellos, tantos años de diálogo y tantas ofertas inconclusas no podían sino derivar en alguna consecuencia jurídica, por mínima que fuera. La decisión de los jueces fue tan sorpresiva que el mismo gobierno se vio obligado a improvisar una reacción -algo eufórica en un primer momento; más moderada, después-, pues nadie había previsto un plan para un escenario de esa naturaleza.

Ahora bien, y aunque es natural que un fallo así de contundente produzca alegría y alivio, no deberíamos darnos el lujo de olvidar que -al fin y al cabo- estamos celebrando que una corte internacional declaró, después de años de trabajo, que los tratados firmados siguen estando vigentes. Nada más, ni nada menos. El triunfo tiene algo de pírrico: no perdimos en una instancia que no nos permitía ganar. La satisfacción es sin duda merecida -y resultado del trabajo de muchas personas y sectores-, pero no puede ser obstáculo para una reflexión muy cuidadosa sobre los motivos en virtud de los cuales un empate nos ha terminado pareciendo una victoria épica.

El problema, creo, se explica como sigue: un país que está tranquilo con sus fronteras no tiene nada que obtener en La Haya. En ella, solo pueden ganar quienes no están satisfechos con el estado actual de las cosas. Eso genera un incentivo perverso, pues nunca faltarán los abogados con suficiente imaginación y creatividad jurídica para inventar un litigio sin mucha sustancia. En el peor de los casos, todo queda igual, y ni siquiera hay obligación de pagar las costas.

Guste o no, Chile tiene dos vecinos que no están tranquilos con las fronteras y los tratados vigentes. Para complicar más la situación, sus respectivas aspiraciones se cruzan entre sí. Baste recordar que uno de los objetivos principales de la demanda marítima peruana era impedir que Bolivia pudiera tener un enclave con proyección efectiva hacia el océano (cosa que lograron), pues el país del norte no ha abandonado sus reivindicaciones sobre Arica. Tampoco parece razonable suponer que, tras esta derrota, Bolivia olvidará su aspiración histórica de salir al mar. Para ellos, esto solo representa un molesto traspié en una historia muy larga, cuyos principales capítulos todavía no se escriben. Por lo demás, este tema constituye un eje fundamental en la política interna altiplánica, y lo seguirá siendo en el futuro.

En ese contexto, Chile debería tomarse en serio la pregunta de si acaso es conveniente permanecer en el Pacto de Bogotá, cuya lógica nos puede seguir llevando a situaciones tan artificiales como incómodas, y de inciertos resultados (en el fallo del lunes, hubo votos de minoría). Es más, estos pleitos dificultan (y aquí reside el trágico error de Evo) la viabilidad de un acuerdo bilateral. Si hay alguna posibilidad de que Chile y Bolivia resuelvan sus problemas, eso solo será fruto de un acuerdo entre ambos países, y los acuerdos suponen unos mínimos de confianza que es imposible alcanzar mientras se litiga en tribunales. En este caso, el Pacto de Bogotá solo ha alejado de nuestro horizonte la posibilidad de resolver el diferendo. Dicho de otro modo, a veces la política puede cosas que el derecho no, y es un error suponer que las dificultades con nuestros vecinos son de naturaleza jurídica.

El Presidente Sebastián Piñera enfrenta entonces el enorme desafío de hacerse cargo de estas cuestiones: ¿cómo normalizar, más allá de Evo, las relaciones con Bolivia? ¿De qué modo reconstruir una relación de confianza que permita una discusión honesta? ¿Cómo integrar al diálogo a Perú, sin cuyo concurso estaremos siempre encerrados en un laberinto? El camino es largo, y ciertamente hará falta mucho tiempo para acercarse a estos objetivos, pero alguna vez tendremos que empezar a recorrerlo. Un primer paso podría ser nombrar en la cancillería a un político de primera línea, con la autonomía necesaria para avanzar en esta dirección. Roberto Ampuero ha hecho un buen trabajo, pero todo indica que esta etapa exige algo distinto. Es innegable que una decisión así tiene una dimensión electoral, pues el Ministerio de Relaciones Exteriores constituye una vitrina apetecida (de hecho, el oficialismo podría tener resuelto su problema presidencial si el nombramiento del canciller hubiera sido más estratégico). No obstante, la pregunta excede ese tipo de consideraciones. La relación con nuestros vecinos es un desafío de Estado que, en consecuencia, solo un político que aspira a estadista puede asumir en toda su magnitud. Quizás sea momento de abrir esa cancha.