Columna publicada en La Tercera, 01.10.2017

En su reciente viaje a Chile, el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa fijó su posición sobre el aborto. Según él, oponerse a su práctica es una estupidez incompatible con el respeto a los derechos humanos; y la derecha que se resiste a aceptarlo sería nada menos que cavernaria. Tal es el singular evangelio liberal que predica el escritor peruano. Con todo, la tesis resulta altamente discutible. Por un lado, es dudoso que estos argumentos estén a la altura de una buena discusión. La democracia, solía repetir Camus, consiste en sabernos falibles: siempre es posible que estemos equivocados.

Dicho de otro modo, la primera condición del diálogo es tomarse en serio la posición contraria, y evitar los (des)calificativos ampulosos que intentan clausurar una discusión en lugar de abrirla. Vargas Llosa no es el único que piensa que la tesis según la cual el feto tiene dignidad sea equivocada, pero hay un paso de allí a sostener que se trata de un delirio cavernario. El Nobel deja una buena cuña -digna de la civilización del espectáculo-, pero sirviéndose de un maniqueísmo cuando menos ramplón.

En lo que respecta al fondo, el argumento no deja de ser curioso en boca de un liberal. En efecto, hay un progresismo histórico implícito en el adjetivo utilizado. La tesis subyacente es hegeliana, y supone que el curso de la historia es ascendente y unívoco: la humanidad mejora, y prueba de ello es que ya no vivimos en cavernas. La dificultad estriba en que el liberalismo político (al que Vargas Llosa dice adscribir) se aviene muy mal con el progresismo, y es curioso que tantas mentes caigan en esa trampa. Por un lado, suponer un curso unidireccional de la historia implica negar la libertad humana, y asumir acríticamente que ésta tiene una dirección predeterminada, como si fuéramos esclavos de fuerzas que no manejamos. Por otro lado, importa asumir una omnisciencia incompatible con el escepticismo que caracteriza al liberalismo. Si el marxista cree ser (como decía Aron) el confidente de la providencia, el liberal se define supuestamente por lo contrario. Esto exige reconocer el carácter trágico más que progresivo de la historia: no sabemos lo que va a ocurrir, y hay que ser muy cuidadosos antes de condenar el pasado en virtud de una ilusoria superioridad moral del presente y del futuro (no se han cometido ni defendido pocas atrocidades bajo el rótulo del progreso). A fin de cuentas, el progresista no se permite dudar, pues dice poseer una certeza fundamental que dota a sus juicios de infabilidad.

En sus trabajos sobre Kant, Hannah Arendt afirma que creer en el progreso es contrario a la dignidad humana. Hay allí una idea profunda, que deberíamos meditar seriamente: la idea del curso ascendente de la historia implica una especie de sacrificio constante en nombre de un futuro que sería necesariamente mejor. Sin embargo, para salir de la auténtica caverna (la platónica) es imprescindible buscar honestamente la verdad en lugar de esperar que el paso del tiempo nos ahorre el trabajo de pensar. Nada más, ni nada menos.

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