Columna publicada en T13.cl, 05.06.2017

La modernidad nos ha quitado muchas cosas valiosas, y nos ha entregado otras tantas más. La organización y disciplinamiento de la sociedad en función de la producción nos hizo más ricos que todas las sociedades anteriores. En Chile sabemos de esto: la ruptura de la organización estamental en la que vivieron casi todos los chilenos nacidos hace más de 50 años nos hizo pasar de ser uno de los países más pobres del continente americano, a uno de los más desarrollados. Si en algo estaban de acuerdo personajes como Frei Montalva, Salvador Allende y Augusto Pinochet era en que había que romper todo lo que hubiera que romper para avanzar hacia el desarrollo. Y vaya que se rompieron cosas (y vidas). Y vaya que nos desarrollamos.

Entre las transformaciones importantes que vivimos, una de las más significativas tiene que ver con el tiempo. Ya Pérez Rosales, cuando fue a hacer de minero a California durante la fiebre del oro, admiraba con sorpresa cómo para los gringos el tiempo era sinónimo de dinero. Y fue exactamente esta idea la que, más de un siglo después,  llegó a masificarse hasta convertirse en un lugar común. Hoy casi nadie lo pondría en duda: nuestro tiempo es dinero. Lo vendemos a cambio de dinero, lo disfrutamos pagando por él. Nos organizamos y especializamos en función de él. La vieja mentalidad autárquica y rural que hacía que las personas consideraran el dinero como un capital más entre muchos otros -el capital que servía para comprar las cosas que no se podían producir o intercambiar- hoy ha desaparecido, salvo en los lugares más aislados de nuestra geografía. Hoy somos una sociedad monetarizada.

Esta idea de concebir nuestro tiempo de trabajo como mercancía, sumada al fenómeno de la división y especialización del trabajo, fue justamente lo que espantó al joven Marx. Los pasajes que dedica a este asunto en sus manuscritos de 1848 son de una lucidez brutal. Nos dice que el ser humano, bajo el orden industrial, se ve a sí mismo como un objeto en todo lo que tiene de humano (su trabajo, su capacidad de crear cosas… por eso a Marx le simpatizaban los artesanos) al tiempo que identifica como la máxima expresión de lo humano todo aquello que tiene de animal (el sexo, la comida, el sueño y las demás funciones básicas del organismo).

El error de Marx, a pesar de su lucidez, parece residir en su estrecha antropología materialista (la idea, muy burguesa, de que el hombre es sólo lo que hace, lo que ejecuta materialmente en el mundo) y en su negativa -muy victoriana- a reconocer que las funciones básicas del organismo, en un contexto cultural, humano, adquieren una significación distinta a la que tienen en los animales (que él suponía simplemente mecánicas e instintivas, a pesar de reconocer que el ser humano vivía en sociedad como en una “segunda naturaleza”). Estas distorsiones tendrán un tremendo eco en el resto de su obra. Pero lo que quiero rescatar aquí es su intuición genial respecto al trastorno enorme que producía, y produciría, en la vida humana el concebir su propio tiempo de vida en el mundo como una forma de mercancía.

Mucha agua ha corrido debajo de los puentes de la historia y de la teoría desde ese entonces, pero el tema de las consencuencias de la monetarización y la especialización sigue vigente. Y lo estará cada día más en la medida en que las máquinas y la inteligencia artificial comienzan a dejar cada vez más trabajadores en la calle. Y no ya sólo en el segmento de la mano de obra más básica, sino también en el de servicios. No por nada Bill Gates salió a proponer un impuesto sobre la tecnología. No por nada el problema de cómo redistribuir la riqueza en un mundo cada vez más rico, pero que ofrece cada vez menos empleos, se encuentra a la orden del día.

Es muy probable, en todo caso, que esta no sea más que otra traumática fase de “destrucción creativa” del capitalismo, que termine creando nuevos empleos que todavía ni nos imaginamos, por lo que nos volveremos a alejar de la situación de “crisis final del capitalismo” que Marx -muy milenarista- suponía que advendría una vez que el capital llegara a su máximo de concentración y la explotación a su máxima intensidad. Pero es seguro que el tiempo libre del que dispondrán quienes vengan después de nosotros sólo seguirá creciendo. Y que esto supone una gran oportunidad para la humanidad, pero también un enorme riesgo.

Tendremos más tiempo ocioso, pero una de las cosas que perdimos en el camino al desarrollo fue la comprensión del ocio. Hoy, más que ocio, nuestro tiempo libre se rellena de muy exigentes actividades que llamamos “entretenimiento” y “espectáculo”. Y el descanso adquiere la forma de la holgazanería “all inclusive”. El tiempo libre, así, se desarrolla como un extraño negativo de nuestro mundo laboral: en vez de aburrirnos, nos divertidos; en vez de hacer algo para otro, hacemos que otros hagan algo para nosotros.

El ocio, en cambio, era entendido en la antigüedad como una forma de vida. Era la forma de vida más excelsa, la de los señores. Los filósofos, de hecho, sólo radicalizaron, en algún sentido, esta forma de vida. Y si uno sigue el hilo del ocio a lo largo de la historia de Occidente, se encontrará siempre con la misma idea: con formas de vida que, pese a tener importantes obligaciones, daban un lugar central al descanso, a la curiosidad, a la reflexión, a la contemplación, al diálogo, al estudio, al cultivo de la tierra, al deporte, a la exploración, a las colecciones y a las asociaciones civiles. Y que entendían que esas formas de expansión del espíritu eran absolutamente necesarias para cumplir con sus demás deberes de buena manera. El ocio, entonces, siempre siguió siendo una forma de vida, y en buena medida le debemos a él muchos de los grandes descubrimientos y avances de la humanidad. Hasta que desapareció: hoy, como ha argumentado profusamente Byung-Chul Han, vivimos en una sociedad de la atención, de la concentración y del rendimiento. Un mundo lleno de drogas legales orientadas a “optimizarnos” para rendir. Incluso muchos padres consienten alegremente en drogar a sus hijos para adecuarlos al colegio.

La forma de vida que reemplazó a la del ocio como ideal de realización humana es la del negocio. Y por eso nuestro tiempo libre también se encuentra sometido a sus lógicas. Lo optimizamos. Lo estandarizamos, lo empaquetamos y lo consumimos casi con culpa. “Cargando pilas”, “recuperando energías”. Todo en función de rendir más y mejor. Como una especie de robot en mantenimiento.

Las virtudes del ocio han desaparecido de nuestros trabajos, de nuestra vida cotidiana y de nuestro descanso. Algunas de las consecuencias de esto son exploradas por  el científico Andrew Smart en su libro de divulgación “El arte y la ciencia de no hacer nada” (publicado en Chile por Tajamar), donde nos explica que las mediciones de la capacidad creativa de las nuevas generaciones se han ido en picada de manera directamente proporcional al aumento de su coeficiente intelectual. Y advierte que la adicción al celular sólo hará esto peor: ya casi nunca estaremos en reposo, contemplando el horizonte, divagando. Y Smart argumenta convincentemente que esos espacios ociosos son justamente en los cuales la creatividad obra su genio. Y también que la concentración permanente, esa especie de dictadura de la mente, está directamente relacionada con la proliferación de ciertas enfermedades mentales en nuestras sociedades, desde edades cada vez más tempranas.

El futuro distópico de un mundo lleno de tiempo libre, pero carente de ocio, ya fue delineado por la genial película Wall-E, que es una especie de actualización cinematográfica de los temores de Tocqueville respecto a la sociedad norteamericana. Esa es la gran distopía de nuestro presente: humanos obesos (aunque también podrían ser esbeltos), drogados, ruidosos, cobardes, egocéntricos, adictos al consumo, contaminantes y holgazanes, eternamente entretenidos en nimiedades, viviendo la forma de descanso imaginada por el hombre de negocios. El negocio del descanso. Al servicio de las máquinas que nos sirven.

La oportunidad que tendremos al aumentar nuestro tiempo libre, en cambio, es la de recuperar el ocio como forma de vida, pero democratizado. Algo no muy distinto a lo que soñó Marx que sería el comunismo, pero logrado por caminos y sentidos muy diferentes. Los antes amados y hoy odiados “millenials” algo han intuido en este sentido. Pensadores tan diferentes como Bertrand Rusell (en su libro “Elogio de la ociosidad”, publicado en Chile por Hueders como “Contra el trabajo”) y Joseph Pieper (“El ocio y la vida intelectual”) adelantaron la importancia que este objetivo tiene.

Recuperar el ocio significa repensar la educación -no quien es el dueño de la casa, sino lo que ocurre adentro de la casa-, repensar el trabajo y repensar el tiempo libre. Innovar, emprender, reiventar. La oficina, la escuela y la universidad son las instituciones más anquilosadas, y con mayor olor a muerte, presentes en nuestro mundo. Las seguimos manteniendo tal como están sólo porque modificarlas afecta demasiado la organización de nuestras vidas. Pero corremos el peligro cierto de que el sinsentido de esas instituciones se traspase a nuestras existencias. Las ciudades del ocio tendrían que ser también, sin duda, muy distintas a las ciudades del negocio ¿Quién se atreve a imaginarlas?

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