Schweblin nos entrega un volumen de cuentos donde los flirteos con lo fantástico tiñen con una pátina atractiva y ambigua la narración, pero donde el fondo del asunto radica siempre en una cotidianidad que, con todas sus asperezas y dificultades, nos exige hacernos cargo de ella.

La narradora argentina Samanta Schweblin es una de las escritoras en lengua castellana más celebradas de la actualidad. Su obra ha sido traducida a múltiples idiomas, y su novela Distancia de rescate (2014) —llevada al cine en 2021, aunque sin repetir el éxito del libro— la catapultó a una fama internacional solo comparable, quizás, a la que ha tenido en los últimos años su compatriota Mariana Enríquez. Con El buen mal, su esperado nuevo volumen de relatos, Schweblin nos vuelve a introducir en sus atmósferas atravesadas por el misterio, la violencia, la infelicidad y la muerte, y confirma sus grandes talentos como cuentista. En los seis textos que componen este volumen entramos de lleno en un mundo que, utilizando siempre la narración en primera persona, nos hace dudar de la realidad que conocemos, ya sea por un trastocamiento de las reglas supuestamente inmutables de la biología o por la imposibilidad de conocer las motivaciones detrás de sus personajes secundarios. Estos, a su vez, están siempre rodeados de un halo de misterio y ambigüedad que parece esconder una corrupción esquiva e insondable que dota de enorme profundidad las distintas escenas.
En “Bienvenida a la comunidad”, el cuento que abre el volumen, una suicida frustrada debe enfrentarse a una vida peor que aquella que la llevó a acabar con su existencia. Al volver a su hogar con su marido y sus dos hijas —habitando, ahora, un limbo donde la vida no puede ser igual que antes—, el peso de lo doméstico se le aparece revelado en todo su horror, especialmente después de no haber podido encontrar en el suicidio ni la calma ni el fin. A partir de este relato, Schweblin continuará pulsando ciertas teclas donde lo ominoso y lo fantástico se entrecruzan, aunque sin despejar innecesariamente aquello que tan bien queda detrás de una bruma. Transitan por el resto del volumen almas que quieren salir de sus cuerpos, niños brillantes con deseo de conocer otras realidades, ancianas aparentemente desorientadas que arrastran a las protagonistas a la catástrofe, o mascotas que visitan a sus dueños desde el más allá.
Al igual que la magistral Distancia de rescate, en estos cuentos la familiaridad del mundo urbano de clases medias, con sus guiños de época y una sutil atención a los objetos domésticos desde los cuales se erige la vida cotidiana, se ve de pronto asediada por la irrupción de una realidad que trastoca los equilibrios, hace aparecer la violencia, la oscuridad y la incomunicación, y nos deja en una situación de profunda intranquilidad o de franco peligro. En todos los relatos nos enfrentamos a una pérdida: ella puede ser física, con las muertes accidentales de “Un animal fabuloso” o “La mujer de Atlántida”, o de la tranquilidad de la intimidad privada, como vemos en “El Superior hace una visita”, un relato con guiños a la invasión de “Casa tomada”, de Cortázar, o ecos de Los invasores, de Egon Wolf. Y más allá de los motivos diversos de esas pérdidas (naturales, accidentales o sobrenaturales), a los relatos de este volumen los une la precariedad con que las afrontamos, pues tras ellas viene el desequilibrio y la falta de certezas, aunque la vida deba continuar.
En El buen mal hay espacio, también, para una obra maestra: “El ojo en la garganta” es, probablemente, uno de los mejores relatos de la literatura contemporánea en nuestra lengua. En él nos encontramos con la historia de un niño de dos años que, ante un mínimo descuido de su padre, traga por accidente una pequeña pila. El hospital de provincias demora en diagnosticar con exactitud lo ocurrido, por lo que la cirugía a la que someten al protagonista no logra detener el daño de la corrosión. El accidente se transforma en una llaga visible en el cuello del niño, que debe acostumbrarse a una traqueotomía, y en una herida invisible para el joven matrimonio, que ve cómo las culpas y los cuidados los van separando y sumiendo en la incomunicación. Como si eso fuera poco, en uno de los largos trayectos de la carretera patagónica que separa El Bolsón de Buenos Aires, al detenerse la familia en una estación de servicio, el niño se pierde momentáneamente, lo que aumenta la tragedia y la distancia que se establece entre sus miembros. En una treintena de páginas, Schweblin nos entrega un relato genial, delicado, que bordea poco a poco el misterio, pero cuyos nervios centrales están en asuntos tan familiares como el quiebre de la vida de pareja, la aparición de la desconfianza mutua o la amenaza de fracasar en la paternidad. Y donde creíamos ver personajes rudos y violentos, como en Morris y su mujer —personajes secundarios geniales, dibujados en apenas un par de trazos—, nos encontramos con una realidad mucho más pedestre, triste y solitaria.
A fin de cuentas, en estas historias —no todas con el mismo nivel de excelencia, aunque siempre con una factura impecable— abunda la sensación de extrañeza, de la mano de una narración que multiplica los significados de los actos más sencillos y las dimensiones aparentemente familiares en las que deambulan sus personajes. Schweblin nos entrega un volumen de cuentos donde los flirteos con lo fantástico tiñen con una pátina atractiva y ambigua la narración, pero donde el fondo del asunto radica siempre en una cotidianidad que, con todas sus asperezas y dificultades, nos exige hacernos cargo de ella.