Pero quien sigue la discusión de los últimos días no puede sino constatar que, salvo honrosas excepciones, poco ha cambiado. A un lado se cree haber descubierto que es hora de resucitar la crítica del neoliberalismo, al otro se arroja frases sobre el derecho absoluto de los privados respecto de sus recursos, sea cual sea el tipo de institución la que esté en juego. Simplismos infantiles continúan reinando en nuestra discusión.
Ante la balacera del pasado jueves en Bajos de Mena una serie de personas reaccionaron notando la fijación de la élite con una discusión muy distinta: la del sueldo de Marcela Cubillos. Hay un sentido muy fundamental en que esa crítica es justificada. Todos nuestros problemas pueden ser serios y merecer atención, pero la pregunta por la seguridad es hoy una inquietud ya no por bienes materiales o por poder moverse libremente de noche: es la vida misma –de los seres queridos y la propia– que para muchos conciudadanos ha pasado a estar en la balanza. Si algo puede reordenar de modo radical la jerarquía de las preocupaciones ciudadanas es esto, y más vale reconocer que esa es –con toda razón– la actual situación.
Todo esto es cierto, pero con una importante reserva. Porque lo que se ha revelado la última semana no es tanto un sueldo como el estado de nuestra clase política. Y ese estado explica no solo la incapacidad para enfrentar el problema concreto de la seguridad, sino la parálisis general que nos tiene con tanto problema por años diagnosticado mas no resuelto. Es un estado anímico, si se quiere llamarlo así, y también es un estado intelectual. Es un estado anímico en el sentido de que el único instinto que surge a lado y lado es el de imponerse sobre los adversarios. No siempre se puede estar de modo visible en la trinchera, porque los escándalos pueden sugerir que es hora de sumergirnos. Pero ya llegará un escándalo en la vereda del frente y podremos volver a la superficie. Eso es todo lo que hay. La cercanía de la elección municipal no ayuda, desde luego, pero se trata de una disposición demasiado persistente como para explicarla solo en términos del calendario electoral.
Peor aún, si es posible, es su estado intelectual. Fueron discusiones sobre la universidad, en buena medida, las que iniciaron hace unos quince años el actual ciclo político. En ese contexto circularon críticas radicales al “modelo” y defensas igualmente cerradas de cada uno de sus elementos. Se imaginaría que algo han mejorado los diagnósticos desde entonces. Pero quien sigue la discusión de los últimos días no puede sino constatar que, salvo honrosas excepciones, poco ha cambiado. A un lado se cree haber descubierto que es hora de resucitar la crítica del neoliberalismo, al otro se arroja frases sobre el derecho absoluto de los privados respecto de sus recursos, sea cual sea el tipo de institución la que esté en juego. Simplismos infantiles continúan reinando en nuestra discusión. Podríamos echar a dormir esta preocupación si los problemas de seguridad no fueran más que cuestión de aplicar fuerza bruta. Pero lo que se revela aquí los afecta también a ellos. ¿Dónde puede surgir así la alta política que ellos reclaman?