Carta publicada el lunes 11 de marzo de 2024 por El Mercurio.

En su columna de ayer, Carlos Peña acierta al criticar la liviandad de la afirmación del presidente Boric según la cual sólo la ultraderecha se opondría al “aborto integral”. Tal como señala Peña, esta discusión no se agota en consideraciones políticas ni técnicas, sino que exige discernimiento moral.

No obstante, lo mismo ocurre con el debate en torno a la ley de las tres causales y su justificación. Luego, Peña se apresura al dar por zanjada la controversia al respecto. A diferencia de lo que él sugiere, no basta con sostener que nadie debe estar sujeto a deberes “supererogatorios” o extraordinarios para defender la justicia de esa ley.

En efecto, la crítica a las tres causales se basa más bien en el siguiente argumento: la vida social ―la dignidad de cada ser humano― impone algunos deberes corrientes, comunes a todos los individuos. Y tras la prohibición del aborto directo o procurado, en cualquiera de sus modalidades, subyace uno de esos deberes: no quitar directa y deliberadamente la vida a otro miembro de nuestra especie, cualquiera sea su edad, etapa de desarrollo, sexo o condición de dependencia o vulnerabilidad.

Es verdad que las mujeres son las principales afectadas por las realidades que se esconden tras un aborto, típicamente marcadas por los embarazos vulnerables. También es lógico que exista un tratamiento penal distinto a las mujeres que abortan en esas circunstancias (lo que sucedía de facto en Chile antes de las tres causales, pues no se conocían mujeres cumpliendo condena por haber abortado).

Sin embargo, la ley de aborto actual no ofrece un apoyo digno de ese nombre ante esa clase de embarazos. Esta legislación tampoco se limita a despenalizar, sino que garantiza como prestación médica exigible la eliminación del niño o niña que está por nacer. Todo esto invita a un debate serio, así como a un riguroso discernimiento moral.

Claudio Alvarado R.
Director ejecutivo IES