Columna publicada el domingo 15 de noviembre de 2020 por El Mercurio.

¿Qué queda del Acuerdo por la paz y la nueva Constitución firmado hace exactamente un año? Desde luego, el pacto logró darle cauce a un momento sumamente delicado de nuestra historia y, además, mostró la mejor cara de nuestra política. Los actores más relevantes concordaron un camino compartido para zanjar nuestras diferencias, e intentar construir un marco que nos represente a todos.

Con todo, muchos pensaron que el pacto podría marcar un punto de inflexión para recuperar la amistad cívica. Después de todo, la derecha dejó caer la Constitución y renunció a su poder de veto, aceptando una vieja aspiración de la izquierda. Asimismo, la oposición se comprometió con el camino institucional, y pareció valorar los acuerdos. No obstante, esas esperanzas se diluyeron rápidamente. El mal clima no solo persistió, sino que —en algún sentido— se radicalizó. El Congreso, percibiendo un colosal vacío de poder, se trenzó en una fuerte disputa de potestades con el Ejecutivo, hasta el punto de acusar constitucionalmente al primer mandatario cuatro días después de firmado el acuerdo.

En rigor, la oposición —dominada por su ala maximalista— prefirió proseguir con un proceso de acumulación de fuerzas. El supuesto es que mientras más debilitado llegue el adversario al proceso, más cómodo resultará hacer valer las propias posiciones. Baste recordar el ambiente en el que se impuso una fórmula tan específica como discutible de la paridad —cuestión ausente del acuerdo—, en medio de una vociferación poco compatible con la deliberación democrática. Con los escaños reservados podría terminar ocurriendo algo semejante. En efecto, al querer sumar 24 escaños a los 155 fijados inicialmente, el Congreso busca modificar el número de convencionales, después del pronunciamiento de los chilenos en las urnas. El precedente es muy delicado: ¿En qué medida el Congreso puede cambiar las reglas del itinerario, sabiendo que la ciudadanía no quiso darle un papel en lo que viene? ¿Qué pasará más tarde si, por ejemplo, hay desacuerdos entre ambos órganos? Todo esto se agrava si recordamos que un senador de oposición afirmó sin pudor que los escaños añadidos buscan dificultar que la derecha alcance un tercio de la convención. Así, los pueblos originarios son utilizados como simple excusa para torcer el espíritu de lo firmado, siempre en nombre de la consabida dignidad.

Por otro lado, el acuerdo del 15N afirma el respeto por la “institucionalidad democrática vigente” (punto n° 1). Sin embargo, el Congreso lleva un buen tiempo tratando de exceder esa institucionalidad. El parlamentarismo de facto, como la misma expresión lo revela, no está contemplado en la Constitución. Es un modo extraño de querer superar por la vía de los hechos las normas que hoy nos rigen. Esto puede parecer una banalidad, tomando en cuenta que la Carta Magna será reemplazada si el proceso resulta bien. Empero, me temo que la cuestión es más complicada, porque en el intertanto necesitamos una regla clara, que permita orientar la vida política en medio de la natural confusión. Además, respetar el texto vigente es un modo de mostrar que el problema constitucional importa. Dicho de otro modo, si no nos interesa mucho la letra ni el espíritu de la Carta Magna, ¿para qué diablos darnos tanto trabajo en reemplazarla? ¿Estaremos dispuestos a respetar la que venga aun en aquello que no nos agrade?

Llegados a este punto, uno puede preguntarse si la oposición no consideró siempre el 15N como un momento meramente instrumental. O, como ha dicho la presidenta de RD, se trató solo de un primer paso, que luego debía modificarse presionando al máximo: “Hay muchas cosas que me hubiese encantado dejar en el acuerdo del 15N, pero tuvimos que ir avanzando paso a paso y con presión pudimos ir profundizando su carácter democrático”. Si Catalina Pérez tiene razón, entonces el compromiso de noviembre fue táctico, con todas las consecuencias involucradas.

Sobra decir que la responsabilidad de este cuadro no recae exclusivamente en la oposición: el oficialismo lo ha hecho todo mal. El Presidente ya no preside, y se ha transformado en un personaje maniatado, sin teclas a su disposición. El recurso del cambio de gabinete está agotado, y cuesta imaginar un equipo que pueda recuperar algo de conducción política. Los parlamentarios, por su parte, decidieron ir por la libre, y se han desafectado completamente de su gobierno. En ese contexto, no cabe esperar que la oposición aparezca más oficialista que los congresistas de derecha —solo Pepe Auth ha tenido el coraje de hablar con la verdad—.

No es fácil aventurar el desenlace de esta historia. Más allá de su fragilidad, el 15 de noviembre fue un día importante y decisivo en nuestra historia. Pero, al mismo tiempo, debe decirse que no están presentes ahora las disposiciones indispensables para que un proceso tan difícil llegue a buen puerto. Demasiados actores siguen apostando a la polarización, y bailan al ritmo dictado por Pamela Jiles —lo más parecido a Donald Trump que circula por estos parajes, aunque con menos votos—. Por lo mismo, cabe pensar que este proceso será más largo de lo que varios suponen: la etapa constituyente es solo el primer paso de una larga reconstitución democrática que tomará varios años. Como de costumbre, los más impacientes retardan la historia en lugar de acelerarla.