Columna publicada el domingo 17 de marzo de 2024 por La Tercera.

Estamos mejor que hace dos años. Con esa fórmula decidió el gobierno celebrar su segundo aniversario en La Moneda. Contradiciendo el ánimo ambiente y emplazando a sus adversarios, quisieron mirar el lado bueno de las cosas. Sin ser autocomplacientes, dijo el Presidente, pero tampoco sucumbiendo al pesimismo. El país no va directo al despeñadero, afirmó, y hay que ser capaces de reconocerlo.

En abstracto, la hipótesis puede tener sentido. El problema es que ni nuestro presente ni el historial del gobierno les permite sostener con éxito su optimismo ni persuadir al resto de acompañarlos en ese ánimo. Mientras las autoridades subrayan la normalización y estabilización del país, un importante número de personas considera (y los índices también) que estamos estancados, retrocediendo, o sin progreso alguno. A eso se suma una mirada crítica sobre el propio gobierno y el Presidente, que no genera confianza ni ha podido responder a las expectativas puestas en él. Y no tienen mucho material para probar lo contrario: la reforma previsional, por poner un solo ejemplo, parece cada vez más lejana. La preocupación por la seguridad, por otro lado, invade todos los espacios, y aunque puedan contar en el Ejecutivo con una abultada lista de leyes o cifras respecto de la disminución de ciertos delitos, lo evidente es que la situación es desbordante. No se trata solo de los numerosos y escabrosos crímenes que resuenan a diario en los medios que enojan al presidente, sino de los vínculos del crecimiento y transformación de los delitos con la crisis migratoria, con la falta de inteligencia por parte del Estado, o con su ausencia en muchos lugares (no olvidemos la incómoda y desesperada solicitud de militares para su comuna del alcalde Vodanovic). El “estamos mejor” parece entonces una mezcla de voluntarismo ingenuo y de desconexión. 

Pero hay algo que dificulta aún más sostener el optimismo del gobierno y que se relaciona tanto con el estado desbordado en que habrían recibido al país, como con su supuesta normalización. La ministra Vallejo respondió a las críticas escépticas de la derecha diciendo que “no se hacen cargo de la herencia que nos dejaron”. Pero ella olvida que esa herencia se explica también por las acciones desleales de una izquierda que, al mismo tiempo que promovía la renuncia de un presidente electo en democracia (hasta el 2021 vemos solicitudes de ese tipo), coqueteaba con una violencia que aspiraban a conducir. Si acaso estamos algo mejor, tal vez se debe al hecho de que, estando en el poder, entendieron que en democracia hay cosas que no se hacen. ¿Mantendrán esa certeza cuando vuelvan a ser oposición? Por lo demás, todo el primer año de gobierno La Moneda estuvo a la espera de la aprobación de un proyecto constitucional que buscaba refundar las bases de nuestra institucionalidad. Si es cierto que el país se ha estabilizado, parece ser más a pesar del Ejecutivo, que por sus propias acciones y deseos. No hay por dónde sostener la hipótesis.

Afirmar esto no es sucumbir al pesimismo, mirar el vaso medio vacío, asegurar que vamos al despeñadero. No es falta de juicio ponderado, catastrofismo, exceso de sospecha o ánimo revanchista. Es más bien, sentido de realidad y prudencia, algo de lo que este gobierno parece carecer. No se trataba de no mostrar los avances, sino de hacerlo sabiendo que la deuda es enorme, que las comparaciones son demasiado mezquinas (¿cómo no estar mejor que en medio de la crisis de 2019 o del encierro de la pandemia?), y que las responsabilidades son compartidas. Nada de eso explicitó el gobierno y en lugar de abrir el espacio para encontrarnos en una mirada esperanzada sobre el futuro, pasaron una semana completa dando explicaciones por sus dichos. Porque no logran corresponderse con lo que pasa. Tal vez porque el propio gobierno no termina de asumirlo, pues hacerlo exigiría volver definitivas las renuncias que hasta ahora solo han sido por la fuerza. Toca ahora convertirlas en honesta convicción.