Columna publicada el domingo 24 de diciembre de 2023 por La Tercera.

El nacimiento de Jesús de Nazaret es el evento político más importante de la historia humana. Esto es evidente para quienes creen que él es el Cristo, el Mesías, pues se trataría del rey de reyes, el hijo de Dios encarnado que somete todos los poderes temporales, incluyendo la muerte. Pero incluso quienes no son cristianos habitan hoy, especialmente en Occidente, en un mundo labrado por la revelación cristiana, les guste o no.

El pueblo judío, al que Jesús perteneció, ya había desacralizado el poder temporal al reconocer la voluntad de Yahvé, su Dios y su rey, detrás de los ejércitos extranjeros que sucesivamente los dominaron. Los profetas vieron en la espada foránea un castigo del Dios universal por no cumplir con sus leyes, y llamaron a aceptar ese castigo, en la medida en que no desafiara la ley divina. La monarquía temporal de los reyes de Israel, por su parte, sucumbió entre el reinado directo de Yahvé y la voz de los profetas. Sin embargo, quedó la promesa mesiánica hecha al rey David: de su descendencia nacería el Cristo, el ungido, el salvador.

La mayoría de los judíos imaginó al Mesías como un señor de los ejércitos, que iría adelante en la batalla y que subyugaría a los enemigos de Israel para que le rindieran tributo. Desde su trono en Jerusalén, la capital davídica, reinaría hasta el final de los tiempos. Bajo su mandato, la comunidad judía, articulada temporalmente como comunidad religiosa a la espera de Dios, rebrotaría como la comunidad política definitiva, total y poderosa.

El escándalo cristiano es identificar a ese Mesías con un hombre que no posee ninguno de los atributos del poder temporal. El hijo de un carpintero casado a la rápida para salvar la inverosímil honra de una mujer que alegaba ser virgen y estar embarazada del Espíritu Santo. Un aparente profeta que no tenía dónde caerse muerto, y cuyos actos parecían realizar las antiguas profecías, pero en una versión indigente. Alguien que proclamaba, al mismo tiempo, que su reino no era de este mundo y que, sin embargo, crecía en este mundo, edificado con los materiales de construcción despreciados por los demás reinos de la tierra. Y todo esto, sentado entre prostitutas, leprosos y cobradores de impuestos, proclamando que él era la realización de la ley divina, el Verbo hecho carne.

No es sorpresa que la mayoría de los judíos se tomaran esto como una burla y un insulto. Por eso fue preferido Barrabás, y por eso siguieron la locura de Bar Kochba, el líder militar que se declaró el verdadero Cristo y que entre el año 132 y el 135 lideró una rebelión contra Roma que terminó con la destrucción total de Jerusalén, su refundación como colonia militar romana (“Aelia Capitolina”) y la expulsión de los judíos.

Con Pablo de Tarso, el último apóstol, la vocación universal del llamado cristiano se afirma y llega a cada rincón del mundo. Todos son convocados, sin importar sexo, etnia o condición social. Todos son uno en Cristo Jesús. Así, la bifurcación entre autoridad temporal y autoridad espiritual nacida en el mundo judío termina afectando todos los rincones de la tierra, y debilitando, finalmente, cualquier pretensión de los poderes temporales de declararse divinos. La teología política, como bien expuso Erik Peterson contra Carl Schmitt, se hizo imposible, indefendible.

Esta derrota de la teología política -única forma política conocida por el mundo antiguo, incluyendo Grecia y Roma- es la base sobre la que se construye el mundo que habitamos. Las ideas de derechos humanos universales, división de poderes, objeción de conciencia, entre muchas otras, manan de ahí. También la distinción entre sociedad y Estado, sostenida en la diferenciación previa entre Iglesia y Corona. Incluso la locura victimista que consume la mente universitaria moderna viene de ahí: del deseo mal administrado de identificarse con las víctimas.

Liberales, ateos, librepensadores, activistas identitarios, progresistas, agnósticos, además de todo el resto que sienta algún aprecio por lo antes señalado, pueden pasar entonces frente a cualquiera de los miles de pesebres instalados en alguna plaza o frente a algún municipio y, en vez de enojarse, susurrar para sus adentros “Viva Cristo Rey”.