Columna publicada el sábado 16 de diciembre de 2023 por El País Chile.

Ni en las peores pesadillas del Gobierno de Gabriel Boric sus dos grandes temores se hubieran reunido así: a la crisis de inseguridad que vive Chile –y sus nuevas formas de criminalidad– se le sumó uno de los indultados por el presidente. Luis Castillo, autodenominado El Insurrecto, fue detenido en un servicentro de Copiapó por una denuncia de secuestro extorsivo, según la Fiscalía. Cuando la policía inspeccionó el maletero del auto en que se desplazaba junto a cuatro personas, descubrió a un hombre maniatado, mientras al interior del vehículo se consumían alcohol y drogas.

El caso reflota uno de los errores más profundos de la gestión de Boric en La Moneda, uno que para muchos divide aguas. Recapitulemos rápidamente: cuando la flamante ministra de Interior Carolina Tohá se aprestaba a firmar un acuerdo de seguridad con la oposición, un anuncio frenó en seco toda la gestión. La torpeza de la medida, consistente en liberar a 12 presos, juzgados por crímenes comunes perpetrados en el contexto del estallido social de octubre de 2019, fue potenciada por una gestión comunicacional más que deficiente. Se trató de un guiño a la facción más radical del Gobierno, y terminó por dinamitar los puentes con quienes estaban dispuestos a conversar y negociar con el presidente. Vaya que le ha hecho falta esa capacidad de diálogo durante estos meses.

En Chile, los indultos son una facultad personalísima del Primer Mandatario. Son una prerrogativa que tiene mucho de resabio monárquico. Se supone que, al evaluar los antecedentes, el presidente toma sobre sí el riesgo de la medida, que por lo mismo solo tiene un control de legalidad. El mérito político de la decisión –aquello que el ministro de Justicia Luis Cordero trató de esconder una y otra vez bajo un manto de juridicidad– radica exclusivamente en quien toma la decisión: no en los medios, los matinales, la derecha ni las malas noticias. Por eso, a pesar de su enorme poder, en general se ejerce en casos bastante calificados.

Gabriel Boric estaba –y quizás sigue estando– convencido de la bondad de su gesto. El 30 de diciembre de 2022, consultado por la prensa, reiteró que se trataba de una decisión muy meditada, que él cumplía sus compromisos, y que se sustentaba en una profunda convicción: “Lo hago pensando en el bien de la Patria, creo que tenemos que sanar estas heridas (…) estos son jóvenes que no son delincuentes”. Nada indica que la decisión contribuyera a sanar ninguna herida. Más bien lo contrario, y menos a la luz del desarrollo posterior.

El subsecretario de Interior, Manuel Monsalve lamentó la reciente detención de Luis Castillo, El Insurrecto: “Siempre existe el riesgo de que haya una reincidencia”, dijo al conocer la noticia este jueves. Es cierto. Nadie puede controlar las consecuencias de sus actos hasta el último detalle. Pero no se trata de una real sorpresa, sino de algo que fue advertido tanto por Gendarmería (que no recomendaba la medida absolutoria por el extenso prontuario del beneficiado) como por la opinión pública. Ni hoy ni entonces se trataba de exageraciones, sino de temores fundados, que fueron desoídos por el mandatario, y defendidos hasta el cansancio por sus partidarios. La historia les ha quitado el piso y ha probado el error que cometió Boric con la medida. Lamentablemente, cuando fue consultado por el caso el viernes 15, respondió que “la oposición siempre me crítica, no hay novedad en ello”, sin tomar el peso a la gravedad de la situación.

El problema toca mucho más que el plebiscito que tendremos este domingo 17 de diciembre, y plantea dudas sobre cómo se conducirá el Gobierno, cargando con sus propios errores, de cara a los dos largos años que le restan de su período presidencial. A diferencia del caso Convenios, en el cual todavía no están claros los indicios de una responsabilidad directa del Ejecutivo, aquí se reitera un patrón sumamente preocupante. Ad portas de anuncios importantes, que podrían significar avances objetivos para una coalición debilitada –las conclusiones de la mesa de seguridad en 2022, el reajuste del sector público y el referéndum en 2023– el Gobierno se clava una estaca a sí mismo. ¿Serán capaces de administrar lo que queda? ¿Es posible que la ciudadanía confíe en una gestión que da muestras de desconexión día a día? Por cómo se ha visto el Gobierno esta semana, nada indica que las respuestas a esas preguntas sean muy positivas.