Columna publicada el viernes 3 de noviembre de 2023 por El País Chile.

Domingo Lovera, comisionado experto nominado por el Frente Amplio, formuló la siguiente idea en su última intervención en el Consejo Constitucional: “De aprobarse (este texto), espero que no, cargará la misma maldición que la del ‘80: ser el reflejo de las decisiones de una parcialidad dominante. En definitiva, una propuesta corrompida(…) cuyo producto está más inclinado a servir a sus egoístas intereses”. Catalina Lagos, experta del Partido Socialista, definió al texto como un “disfraz”. Días antes, en entrevista con Emol, sostuvo que “se apruebe o se rechace la propuesta, la cuestión constitucional va a seguir abierta”. La presidenta de su partido, Paulina Vodanovic, ha dicho cosas similares, incluso comparando este plebiscito con el fraude de la aprobación de la Constitución vigente.

Afirmaciones como las anteriores –hay más, todas ellas vinculadas a ese mundo político– merecen un examen, pues omiten un factor crucial en nuestro itinerario constitucional. Me refiero, desde luego, al plebiscito del 17 de diciembre, en el cual la ciudadanía deberá votar a favor o en contra de la propuesta.

El plebiscito está lejos de ser un mero trámite. Se trata, precisamente, del momento en que las voces políticas callan y –en algo que debería importar a las izquierdas– devuelven el poder al pueblo para que decida. Se trata, de hecho, de aquella carencia fundamental de la Constitución vigente, pese a todas sus reformas (que recién ahora, a pocas semanas del plebiscito, la izquierda reivindica). Esa maldición de la que hablara Lovera junto con gran parte de nuestra izquierda (y no sin razón), aquella discusión que ni Ricardo Lagos ni Michelle Bachelet lograron cerrar en su minuto, cada uno por sus dificultades propias.

La Convención fracasó en septiembre 2022 allí (pese a haberse hundido bastante antes): el pueblo de Chile decidió darle la espalda a un texto y a un proceso fallidos casi de inicio a fin. Ahí reside una de las grandes fortalezas de nuestros dos procesos constitucionales: luego de la deliberación, es la ciudadanía la responsable de dar la última palabra. Como se dice hasta el cansancio por estos lares, los problemas de la democracia se solucionan con más democracia. ¿De verdad le parece a Lovera que es posible equiparar el proceso dictatorial y el democrático para instaurar una Constitución? ¿No hay un abismo de diferencia entre los dos momentos? ¿Hay algún vicio comparable, una analogía que se nos escape a los legos, que le permita hacer tamaña comparación?

Es cierto: muchos tenemos críticas respecto al Partido Republicano, a su modo de hacer política, a las declaraciones de varios de sus dirigentes antes y durante el proceso. Pero nada de ello implica tildar su conducción de antidemocrática. Puede gustarnos más o menos, pero ganaron legítimamente su derecho a conducir en las urnas, cumplieron con las 12 bases que exigieron los partidos políticos, respetaron el proceso, negociaron y cedieron en varios temas que tienen a parte de su flanco más duro empujando la opción En contra. La Comisión de Venecia, requerida por el Senado chileno, informó que el proceso había cumplido con las normas preestablecidas, que se había atenido a los estándares democráticos en su actuar y validó gran parte de los contenidos consultados (irónicamente, fue recelosa de la paridad de salida, una demanda sentida de las izquierdas e igualmente incluida en una norma transitoria de la propuesta). No es aquel un reclamo que se pueda formular al Consejo con mayoría de derechas.

Es perfectamente posible criticar el contenido del texto que se plebiscitará. De hecho, esa es la discusión que debemos tener en este escaso mes y medio que queda para la votación final. Sin embargo, para hacer ese ejercicio correctamente, debemos despojarnos de caricaturas y expresiones de deseo; dejar de pensar el plebiscito como una ocasión para hacer daño a Boric o a Kast, o de diseñar campañas pensando en la próxima elección presidencial, evitando hacer comparaciones desmesuradas para ganar algunos votos en esta recta final. Se pueden cuestionar los arreglos a los que se llegó, incluso el espíritu del texto. Pero lo que no se puede poner en duda en esta etapa del proceso es la voluntad popular. Sería algo tan mezquino como lo que hacen aquellos que olvidan que el Apruebo se impuso en el plebiscito de entrada, allá por el lejano 2020. Los mismos que demandaron un órgano totalmente electo, que tildaron de ilegítimo al Congreso para liderar el proceso, hacen como si ese momento no tuviera nada que decir.

Cuando habla el pueblo en las urnas, la política no puede sino acatar con humildad, y actuar en consecuencia. Es justamente cuando no nos gustan los resultados y adherimos a ellos el momento en que se prueban las convicciones democráticas.