Columna publicada el martes 21 de noviembre de 2023 por El Líbero.

Sicariatos, asesinato de carabineros, presencia de guerrilleros armados con fusiles de guerra en La Araucanía. Descuartizamientos, cuerpos enterrados de manera clandestina, tráfico de personas para ingresar al país. Mafias sexuales operando en pleno centro, secuestros, narcocultura. Todos estos hechos parecen ser cada vez más frecuentes, mientras la ciudadanía observa un gobierno que responde tarde y mal. La ministra Carolina Tohá, luego de reconocer haber pagado a los secuestradores de Rudy Basualdo, volvió a reflejar una actitud incomprensible después de que una carabinera de 22 años fuera atacada con una granada: “Han sido muy pocas veces, no queremos que se haga habitual”.

Los problemas no paran: ¿Cómo enfrentar a las mafias que lucran con las ocupaciones ilegales de terrenos? ¿Qué estrategias implementar contra los grupos que trafican personas y drogas? ¿Cuál es el disuasivo al delito si parece no haber sanción, como mostró la rápida liberación de quienes amenazaron a unos guardias de seguridad en Quinta Normal? Una alternativa quizá políticamente incorrecta, pero cuya consideración debe ser examinada con rigor y apertura intelectual, puede ser considerar a las personas que participan en este tipo de actos como ‘enemigos del Estado’. Quien ataca a los miembros de la comunidad de manera organizada, sistemática y violenta es un enemigo de la vida civilizada. ¿Qué implica esto en la práctica? Que se rebajen ciertas garantías penales cuando se trate de individuos pertenecientes a organizaciones de extrema peligrosidad con el objetivo de desmontarlas.

Un motivo para abrirse a ese tratamiento del asunto es el siguiente. Parte del problema a nivel macro radica en que nuestra institucionalidad ha permanecido casi inalterada, al tiempo que la delincuencia ha cambiado su fisionomía de manera acelerada. Hoy los delitos son mucho más violentos que antes: el mejor reflejo es que la tasa de homicidios subió, en los últimos cinco años, en un 50%. Y si las instituciones y su forma de actuar deben adaptarse a las nuevas condiciones del delito, debemos comenzar por ajustar los aspectos normativos que las rigen y luego reformarlas.

Lo que está en juego es mucho: la frustrante situación en materia de seguridad está poniendo en peligro la integridad de todo el sistema, generando una sensación de que los órganos del Estado son inútiles y banales. Basta tener a la vista este dato de la última Encuesta CEP: un 25% desea un líder fuerte, sin Congreso ni elecciones.  Esto, por desgracia, es consistente con la opinión cada vez más extendida de que tribunales, fiscales y políticos no sirven en la práctica. Denunciar se considera hoy una pérdida de tiempo.

Es posible que algunos sectores de la élite y progresistas se inquieten por designar como enemigos a narcotraficantes, mafiosos y terroristas. Pero es un hecho que en nuestra comunidad conviven ciudadanos que delinquen ocasionalmente o por error y otros que viven para destruir a la ciudadanía en beneficio propio. Por lo mismo, ¿deberían las leyes, al menos momentáneamente, distinguir en procedimientos, garantías y aspectos de reclusión entre un ciudadano y un enemigo? Puede que las circunstancias lo ameriten. El sistema penal no es una entelequia autónoma y abstracta, sino que debe dialogar con la situación del país. Por el momento estamos perdiendo no sólo la batalla ante la delincuencia, sino una mucho más grande: la preservación de las condiciones que permiten la vida común.