Columna publicada el domingo 5 de noviembre de 2023 por La Tercera.

No es casual que diversos actores hayan rememorado en los últimos días la frase de los “cuatro generales”. Con esas palabras, el presidente Boric resumió a la perfección el principal motivo simbólico que se invocaba para justificar el cambio constitucional. Cualquier texto nacido en democracia —se afirmaba con fruición— sería mejor que la carta fundamental que nos rige. De ahí la notoria incomodidad que hoy exudan las fuerzas oficialistas. Al votar “en contra”, borran con el codo lo que apenas ayer escribían con la mano.

Quizá podría replicarse que en el pasado existieron agudas voces del centro y la izquierda que advertían cuán insuficiente era recordar la génesis autoritaria de la reformada Constitución vigente. Así ocurrió con Aylwin y Boeninger —ellos nunca abdicaron de la transición pactada—, con el Ricardo Lagos de 2005 e incluso con Fernando Atria en sus tiempos de académico. Basta examinar su insistencia en la idea de las “trampas” o cerrojos. Mañosa para algunos y sofisticada para otros, esta cuña no apuntaba tanto a la cuestión del origen, sino más bien a ciertos mecanismos que dificultaban la expresión de las mayorías legislativas (la “agencia política del pueblo”).

Sin embargo, la nueva propuesta que se plebiscitará en diciembre carece de dichos mecanismos. En efecto, erradica definitivamente de nuestro paisaje político las leyes orgánicas constitucionales, modifica de modo relevante el Tribunal Constitucional —incluyendo el denostado control preventivo—, y establece un cuórum de reforma de 3/5 (y no de 2/3). En palabras simples, las “trampas” ya no existen.

Eso no es todo. Puesta en la necesidad de promover el fallido texto de la Convención, la presidenta del PS, Paulina Vodanovic, señaló que “Un Estado social y democrático de derechos es suficiente para aprobar”. ¿Cómo defender entonces su decisión de votar contra un proyecto que avanza precisamente en esa dirección?

Una posible respuesta es que sus otros énfasis —seguridad, migración, libertad de educación, un “Estado sin pitutos”— son muy “de derecha”. Esa narrativa, sin embargo, también le genera problemas al oficialismo. Después de todo, se trata de agendas ampliamente valoradas por la ciudadanía. Además, la propuesta también menciona, reconoce o garantiza, según el caso, a los pueblos originarios, el trabajo decente, la conciliación familia y trabajo, los cuidados, la educación pública, un plan único de salud y una paridad de salida transitoria (entre varios ejemplos). ¿Es esto “de derecha”?

No deja de ser irónico que tales énfasis hayan sido reforzados por el mismo “órgano 100% electo” que las izquierdas exigieron como condición inexorable del nuevo proceso constitucional. Hay “una vocación de tenerle miedo a la democracia”, denunciaba el diputado Ibáñez, presidente de Convergencia Social, un año atrás. ¿Acaso el miedo cambió de lado?