Columna publicada el viernes 17 de noviembre de 2023 por El País Chile.

La imagen de un delincuente lanzándole una granada de mano a una policía es el testimonio más dramático de semanas angustiantes en materia de seguridad. El catálogo es tan amplio como siniestro: secuestros con extorsión, encerronas, asesinatos, diversas manifestaciones de crimen organizado. El Estado, en cambio, parece impotente, incapaz de frenar la criminalidad y poner atajo a la percepción ciudadana de descontrol, de que el asunto se sale de las manos y que hay poco que hacer más que resignarse, cambiar los hábitos para evitar ser víctimas de delito, encerrarse en casa, evitar la noche.

El diagnóstico crítico no viene de una ultraderecha que busca generar un caos que la beneficie, como deslizaron algunos en redes sociales. La temporada de secuestros, ironizaban, terminaría curiosamente el 18 de diciembre, un día después del plebiscito constitucional. Muy por el contrario, la voz de alerta llega desde cerca del propio oficialismo. Claudio Orrego, gobernador de Santiago, pidió decretar estado de excepción constitucional. Los problemas llegaron cerca de su oficina: una practicante del Gobierno Regional fue asesinada en el mercado Tirso de Molina, mientras iba camino a su casa. Orrego –en un gesto antes impensable para nuestras izquierdas– pidió “expulsar de inmediato a cualquier extranjero que viene a cometer delitos a nuestro país” (lo mismo que, dicho sea de paso, sugiere la nueva propuesta constitucional).

Pero no es el único. Un grupo transversal de diputados, que incluye a miembros del socialismo, el Partido Radical, la Democracia Cristiana y el Partido de la Gente más independientes, hizo una dura advertencia al Gobierno: “Hacemos un llamado a extremar las medidas y a echar mano a todas las herramientas constitucionales y legales disponibles para poner freno a esta situación ahora. No es tiempo de diagnósticos. Los diagnósticos ya están hechos, es tiempo de actuar”, indicó el legislador Raúl Soto (PPD, de centroizquierda). También apuntan a la expulsión de inmigrantes irregulares, proponiendo una operación rastrillo a nivel nacional, junto con el estado de excepción respectivo.

El problema no es solo chileno ni inicia con este Gobierno. Sin ir más lejos, las elecciones presidenciales argentinas también han tenido un componente mayor de seguridad, y en Perú se está implementando un decreto legislativo del Ejecutivo que establece un procedimiento para expulsar en 48 horas a los migrantes irregulares o que hayan cometido delitos. También incluye sanciones para empresas de transporte interprovincial y hospedajes que brinden servicio a inmigrantes irregulares.

Sin embargo, la situación chilena tiene peculiaridades que lo vuelven todavía más complejo. Por una parte, las izquierdas cuentan con escasa credibilidad para construir soluciones en materia de seguridad, toda vez que una parte importante del Frente Amplio ha hecho su carrera desde la sospecha hacia las instituciones policiales, criticándolas de manera apresurada o injusta. Por otra, la agenda migratoria –sostenida bajo la frase bonachona pero insuficiente de que “no hay personas ilegales”– parte con retraso, menoscabando tanto las posibilidades de ordenar la inmigración como las oportunidades de quienes ingresan de manera legal al país. Finalmente, el estado del sistema político en general, sostenido en la performance, la ganancia de corto plazo, la idea de pasar facturas a los adversarios, hace poco probable que se concreten cambios eficaces en esta materia, cambios que pasen la línea del populismo punitivo.

Al enfrentar los problemas de seguridad, la política se juega su propia subsistencia. Si no es capaz de abordar esta dimensión con eficacia, crece una doble tentación terrible: la autotutela o el liderazgo disruptivo, o una conjunción de ambos. La autotutela se vuelve una opción atractiva, acentuando la violencia en la sociedad, traspasando una de las funciones que debieran ser privativas del Estado. Los líderes disruptivos, que prometen mano dura a cualquier costo, también ven crecer sus bonos. Es la ecuación que hizo popular al presidente de El Salvador, Nayib Bukele, como su opción más radical, pasando a llevar derechos humanos y garantías penales mínimas, pero logrando contener la violencia de las bandas delictuales. Pero no es el único. Mientras más aumente la sensación de desamparo, de impunidad y descontrol, crecerán las posibilidades de quien ofrezca mano dura.

Chile no parece querer un Bukele por ahora, pero la mesa está servida para que, más temprano que tarde y aprovechándose de la incapacidad de la política, algún primo lejano decida encarnar su terrible rol.