Columna publicada el lunes 28 de noviembre de 2022 por La Segunda.

La importancia del hablar veraz no puede minimizarse en la vida humana ni tampoco en su dimensión política. En el corazón de una comunidad política está la posibilidad de comunicación, de deliberar sobre lo que es justo e injusto, de entendernos unos a otros sobre las rutas de acción propuestas. La discusión sobre noticias falsas y desinformación debe, pues, ser bienvenida.

Sin embargo, en el mundo del gobierno hay diversos elementos que contaminan la aproximación a esta discusión. El primero guarda relación con su constante sospecha respecto de la prensa. Recordemos que debutaron con un cuestionable manual que pretendía pautear la aproximación del periodismo al tema indígena. Poco después incluso tuvimos a la ministra Vallejo entrevistando al Presidente, eludiendo así la mediación de la prensa. Sin ironía alguna, El Siglo comentaba por esos días que “quizá en pocos lugares del mundo, quizás ninguno, la vocera de Gobierno entrevista al jefe de Estado”. Son, según recientes palabras del subsecretario Cataldo, “un gobierno sobreobservado por la prensa”.

En segundo lugar, está un problema que puede formularse así: que haya falsedades dando vuelta por el mundo no es nada de bueno, pero hay que preguntarse si los instrumentos que se pretende usar en su contra traen consigo riesgos mayores. ¿Han propuesto algo que no tenga como contracara riesgos patentes para la libertad de expresión? Como esta pregunta ha sido formulada ya por tantos y de tantas maneras, y no hay respuesta razonable, dejemos este punto hasta aquí.

Pero hay una tercera dimensión del problema, y es el celo religioso con que se asume esta defensa de la verdad. Se trata, cabe suponer, de una natural consecuencia del “puritanismo” que ha caracterizado a la generación del gobierno en otros planos. Cabe preguntarse cómo compatibilizan sus filosofías postmodernas con su dogmatismo, pero está claro que no son relativistas de los años noventa. En lugar de eso reina en ellos una inquebrantable convicción de rectitud, justicia y pureza –y, naturalmente, de verdad. Por lo mismo, cabe suponer que, más allá de las discusiones sobre una ley de medios, buena parte de lo que vemos nos seguirá acompañando por un buen tiempo.

De esta pasión por la verdad podría, por cierto, salir algo bueno si ella fuera acompañada de una comprensión más cuidadosa y generosa de la verdad moral y política. Como eso no ocurre, como también en la búsqueda de la verdad los domina el maniqueísmo, la cacería de noticias falsas invariablemente termina en que los más dispares fenómenos –tesis opinables, objeciones razonables, perspectivas aceptables– sean todos condenados como falsedad. A este celo por la verdad aplica lo de Chesterton: que el mundo moderno llama la atención no tanto por sus vicios, sino por sus virtudes vueltas locas.