Columna publicada el domingo 17 de septiembre de 2023 por La Tercera.

La historia ha sido tristemente generosa en ejemplos que muestran la incompatibilidad entre revolución y democracia. La principal evidencia de ello es la violencia que tarde o temprano termina acompañando la acción revolucionaria o contrarrevolucionaria: desmontar la realidad para transformarla en función de una utopía requiere una fuerza incontrarrestable, que prescinda de adhesiones y acuerdos, y acalle las posibles resistencias.

El Chile de los setenta fue testigo de esta incompatibilidad, esbozada con el gobierno de la Unidad Popular y confirmada salvajemente con la dictadura. Los tres años de mandato de Allende no lograron nunca excluir del todo la posibilidad de la vía armada, que terminó revelándose como la única manera de realizar la dictadura proletaria. La violencia pareció finalmente inevitable para quienes en un inicio quisieron enmarcar su revolución en una democracia que, después de todo, no era considerada más que la fachada del interés burgués. La realidad era demasiado porfiada, demasiado dominada por las estructuras capitalistas y, por tanto, no quedaba más opción que subvertirla por la fuerza. Fue la traducción de esa conclusión en la práctica política de la UP la principal causa del crecimiento opositor. No la manipulación de los poderosos ni la intervención extranjera, sino un gobierno que había renunciado a cuidar la misma institucionalidad que le permitió alcanzar el poder, y a representar a un pueblo que no calzaba con sus aspiraciones. 

En una curiosa e inquietante paradoja, la dictadura vino a ejecutar de modo paradigmático lo que parecía dibujarse a inicios de los setenta: una (contra)revolución eficaz en el marco de un régimen autoritario. Una nueva planificación global que pudo extenderse silenciosamente por todo nuestro territorio, pues prescindió de una democracia que habría exigido consensos y renuncias, construcción de mayorías, tolerancia al disenso y la resistencia, aceptar la oposición, cuidar una realidad que era algo más que un marco que podía hacer posible, otra vez, la amenaza marxista. Una revolución que descansó en las armas y la violencia, las mismas con las que coqueteaba una izquierda que luego fue perseguida por ellas.

Se sienten lejos los años setenta. Pero, aunque hoy pocos reivindiquen explícitamente la palabra revolución, persiste la premisa que la inspira: el desprecio de un presente que no sería más que expresión de las estructuras y principios del adversario. Tal vez por eso se ha vuelto a manifestar la amenaza de la violencia en nuestra vida común, o al menos se ha hecho tan difícil para algunos su condena, pues parece justificarse ante los males vigentes. ¿Cómo reconocer que en la realidad siempre hay algo que cuidar? La democracia descansa en esa consciencia, y por eso es tan relevante reivindicarla. Algo de esa intuición late en la declaración del Senado esta semana (el mismo que hace un año quisieron eliminar), de las pocas voces lúcidas de nuestra institucionalidad política en la conmemoración de los 50 años del golpe. “Nunca la dignidad del ser humano puede subordinarse a ningún objetivo político”, por más valioso que este sea. Si manda lo segundo, se justifica inevitablemente el desmontaje, al costo que sea. Quizás valga la pena aferrarse también a esa lección para reconstruir nuestra tensionada convivencia.