Columna publicada el día lunes 10 de julio por La Segunda.

Todo indica que la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado se caracterizará por la crispación e intolerancia. No hay que idealizar las lógicas del Chile posdictadura, pero lo cierto es que las elites de la transición —cuyas trayectorias vitales estuvieron marcadas por las agrias disputas del último medio siglo— fueron más fructíferas a la hora de dialogar y propiciar puntos comunes en torno al pasado reciente.

Un primer elemento que favoreció ese cuadro fue la condena cada vez más transversal, categórica e inequívoca respecto de las torturas, desapariciones y demás atropellos cometidos por agentes del Estado. Ese fue el norte del mundo político desde el Informe Rettig en adelante, y esa agenda —que buscó enfatizar sin éxito Patricio Fernández— tuvo efectos no sólo jurídicos, sino también políticos y simbólicos. Por mencionar sólo un ejemplo (olvidado), si en 2023 la exdiputada Hoffmann y el diputado Alessandri han hecho noticia por declaraciones improvisadas e imprudentes, en 2004 la UDI publicaba “La paz ahora”. Ahí se subrayaba que el dolor de los familiares de las víctimas impedía “reestablecer la armonía necesaria entre los chilenos”, y la importancia de ofrecer una respuesta ética y jurídica a ese dolor.

Un segundo elemento que facilitó los avances desde la restauración democrática fue la conciencia y constatación de las inevitables diferencias que siempre han existido alrededor del trágico quiebre de la democracia chilena. En los reveladores términos del acuerdo de la Mesa de Diálogo (2000), ante la “espiral de violencia política” y el “grave conflicto social y político” que “culminó con los hechos del 11 de septiembre de 1973”, los “chilenos sostienen, legítimamente, distintas opiniones”. Esta tolerancia al disenso e invitación a la reflexión e investigación abierta hoy escasea, y la polémica —el ataque— que llevó a la renuncia de Fernández como asesor presidencial confirma este déficit.

Un tercer y último elemento que el país abrazó de modo progresivo fue el “nunca más”, concebido como promesa y compromiso democrático de futuro: nunca más violaciones a los derechos humanos, ni golpes de Estado ni validación de la violencia como método de acción política. Paradójicamente, dicha promesa se ha ido erosionando por los mismos que hoy pretenden imponer una verdad única de cara al pasado. Basta recordar quiénes exigían la renuncia del Presidente de la República luego del 18-O, quiénes plantearon el “derecho a la protesta y la movilización social, a la desobediencia civil y el recurso a la rebelión” en la fallida Convención (16 de enero de 2022), y quiénes aprobaron en una comisión de ese órgano la iniciativa “Cárcel para Sebastián Piñera” (4 de abril de 2022). Spoiler: la ultra y el PC.