Columna publicada en diario La Segunda, 14.12.13

 

Las Constituciones buscan fijar en un papel la forma que el poder adquiere en un determinado territorio. Su función principal es preservar la libertad de los ciudadanos del uso arbitrario de ese poder por parte del Estado, estableciendo para ello mecanismos de balance y contrapeso. Estas “cartas magnas” suelen nacer luego de periodos donde las instituciones y el estado de derecho han cedido ante la discrecionalidad y la violencia, no en tiempos de paz y democracia. La razón probable de esto es que en los momentos radicales las diferencias entre libertad y opresión se hacen particularmente nítidas. Su legitimación, entonces, suele conquistarse mediante su uso y reforma. Rara vez es de origen.

En este contexto, el debate actual sobre la Constitución chilena ha sido poco razonable. El argumento estándar de quienes han operado como promotores de cambiar la Constitución es que ésta sería “autoritaria” y “neoliberal”, y que esas características estarían protegidas por la combinación del sistema electoral binominal, los quorums supramayoritarios y el Tribunal Constitucional que haría imposible que las mayorías contingentes puedan realizar cambios institucionales que amplíen el radio de acción y la discrecionalidad del estado.

Pero si uno escarba en la razonabilidad de estos argumentos, encontrará poca sustancia en la mayoría de ellos: la idea de que la Constitución es “autoritaria” y sufre por ello problemas de legitimidad, luego de 30 años de profundas reformas -al punto de estar firmada hoy por un ex presidente socialista- no tiene sentido. Su vinculación con Pinochet es totalmente espuria y así lo reconocían hasta hace poco la mayoría de los constitucionalistas de la Concertación. Respecto al elemento “neoliberal”, si uno pregunta cuál es, la respuesta suele ser alguna ambigua referencia al principio de subsidiariedad, que básicamente establece que los asuntos deben ser resueltos por la autoridad más próxima a cada problema y que, por tanto, el Estado no debe colonizar aquellos espacios donde el individuo y la sociedad civil sean capaces de actuar con eficiencia en la satisfacción de sus necesidades. Principio básico de protección a la autodeterminación que, en todo caso, difícilmente podría ser considerado “neoliberal”.

Finalmente, queda la crítica que no se dirige al contenido de la Constitución, sino que se queda en el hecho de que ésta no puede ser modificada con facilidad por las mayorías contingentes. Esta crítica, que en el fondo ataca la política de los grandes acuerdos, resulta bastante curiosa, considerando que las consituciones nacen precisamente para poner diques a la discrecionalidad en el uso del poder. Pero lo más llamativo es que si el asunto no se modifica con un cambio radical de contenidos, no se entiende por qué el proyecto constitucional de la Nueva Mayoría busca justamente eso.

Si lo que se pretende es hacer reformas respecto a los mecanismos de balance del poder o limitar el alcance que tienen, por ejemplo, respecto a las Leyes Orgánicas Constitucionales, eso es lo que se debería estar discutiendo. Y ya que Bachelet se mostró sorprendida cuando Matthei le explicó en el último debate presidencial los contenidos del programa de la Nueva Mayoría relativos al laicismo, podría aprovechar de leerlo entero y poner especial atención en sus propuestas constitucionales. Quizás se sorprenda de nuevo.