Columna publicada el miércoles 21 de junio en El Líbero.

En Chile hay pocos espacios de tertulia televisada. Salvo las recientes idas y vueltas de Tolerancia Cero y Estado Nacional, nada de ese formato parece sostenerse en el tiempo. Una de las excepciones a esa norma es Sin Filtros, programa de debate político lanzado hace algo más de dos años, hoy conducido por el otrora notero de CQC, Gonzalo Feito.

Para quienes no están familiarizados con el programa, se trata de un debate entre dos bancadas, una de derecha y otra de izquierda, en el cual se enarbolan no solo contenidos políticos sino ataques personales de diverso tenor, argumentos tramposos pero pegotes, caricaturas y, de vez en cuando, insultos. Sin Filtros refleja, con toda propiedad, la dinámica que todos los días se despliega en redes sociales: escaso desarrollo de ideas, sin otro objeto que destruir al adversario, para luego publicitarlo en formato de videos de menos de 3 minutos. Un producto perfecto para TikTok, Twitter e Instagram; embutidos de opinión fáciles de digerir. Como dijimos en otro lugar, una guerra de escupitajos en la cual nadie tiene mucho que ganar.

Sin Filtros no es un hecho aislado, sino un síntoma de un problema anterior. Se trata del crecimiento de la cultura del espectáculo en la que estamos inmersos, que poco contribuye a discutir en serio sobre política. Una época donde todos quieren ser vistos y ver a los demás, que nos lleva a extremar nuestros atributos, ya físicos, ya ideológicos, con tal de mostrar una imagen que calce con aquello que nuestros seguidores quieren mirar. No parece casual que justo ahora hayan vuelto los reality shows a la televisión.

Es innegable que la política tiene mucho de performance, pero eso no puede llevarnos a pensar que se agota en esa dimensión. Por el contrario, la pérdida de valor de la palabra razonada y la conversación entre puntos de vista distintos significan por sí solas una degradación de un debate ya alicaído. Así, el espacio le hace un favor a la camorra de baja estofa, a la chimuchina, y termina por alimentar a los radicales de lado y lado.

Mucho tiene que ver con el bajo nivel de la política en general. Particularmente, en la manera en que la Cámara de Diputados y Diputadas lleva adelante su labor, muchas veces marcada por la estridencia, el discurso sin fondo, las declaraciones altisonantes pero vacías. Pensemos en el show que rodeó la discusión de los retiros previsionales –Pamela Jiles envuelta en plumas corriendo como Naruto–, los proyectos de ley con nombre, o el terraplanismo económico de quienes buscan eliminar la UF, año tras año.

Se podría imputar un elitismo al criticar a Sin Filtros, una añoranza de antiguas épocas doradas en las cuales se abstraía la discusión de las masas. No es ese el problema. Nadie pide un cenáculo de filósofos, de aristócratas que discuten sobre ideas fatuas entre sorbo y sorbo de copas de coñac; solo un mínimo de decencia para conversar, un respeto por normas básicas de convivencia y cierta altura de miras. Nada tan diferente a la manera en que se comporta la gran mayoría de los ciudadanos de a pie. Los problemas que tenemos instalados en el país –incubados por largo tiempo y para los cuales no hemos encontrado solución todavía– no se resuelven con un gritoneo de escaso nivel.

Pensar la discusión política solo en términos de espectáculo la envenena, aunque suba el rating, aunque tenga muchas visitas, aunque infle el pecho de los adherentes. Quizá, pese a todos los esfuerzos, sí necesitamos algún filtro, algo que nos separe de la barbarie, una pátina de civilidad que permita abordar nuestra delicada situación, escondida bajo una más que engañosa sensación de tranquilidad.