Columna Sobre Literatura infantil, de Alejandro Zambra publicada el 23 de junio de 2023 en Ciper.

La paternidad siempre despierta preguntas esenciales por nuestro origen, nuestro linaje, nuestra historia. La paternidad se puede, de algún modo, sufrir. Es posible que escarbar en ella sea doloroso; que muestre tensiones nunca resueltas, expectativas imposibles de cumplir, abandonos inexplicados y que dejan heridas que acompañan toda una vida. Padres autoritarios o violentos, padres fríos o ausentes, padres que nunca cumplieron su rol de padres. Pero puede también vivirse, y no necesariamente como un sufrimiento o un peso que esclaviza y oprime, sino como una experiencia alegre y valiosa, como una oportunidad de dar cariño y transmitir aquello que creemos que vale la pena preservar. Quizás no sean tan escasas las obras literarias chilenas que abordan la paternidad, pero sí aquellas que observan este vínculo con desenfado, humor y cierta benevolencia. Literatura infantil, el más reciente libro de Alejandro Zambra (1975), se inscribe dentro de estas últimas, refrescando uno de esos tópicos que nunca dejan de estar en el centro de nuestras más profundas preocupaciones estéticas e intelectuales.

El centro del libro está tejido alrededor de la reciente paternidad del narrador, quien utiliza la escritura como un modo de explorar los alcances de este nuevo vínculo, que trastoca su existencia por completo. La mirada del escritor es la excusa para tomar conciencia de ese cambio radical: «La paternidad es una especie de convalecencia que nos permite aprenderlo todo de nuevo». El libro la recorre desde distintos géneros textuales: intercalando el ensayo, la poesía, el cuento y el diario, Literatura infantil se aleja de la condescendencia y de la autoayuda para mostrar el modo en que un hombre, justamente, se convierte en padre. Las horas sin dormir, los hábitos afectados, las relaciones resignificadas —con sus amigos, con su mismo padre, con su pareja— y, sobre todo, su modo de observar el mundo:

«Hay hombres a quienes la paternidad les pega demasiado fuerte. Es como si de la noche a la mañana, por el solo hecho de convertirse en padres, perdieran la capacidad de pronunciar cualquier frase sin mencionar alguna historia protagonizada por sus hijos, que más que sus hijos parecen sus líderes espirituales, pues para estos padres babosos hasta las anécdotas más anodinas poseen cierta hondura filosófica. Ese es, exactamente, mi caso.»

Las noches en vela no le hacen a Zambra perder el humor.

La lectura ocupa un lugar importante dentro de las dinámicas familiares del narrador y de su esposa, también escritora: «Leemos por la mañana y a veces también por la tarde, y todas las noches tu madre o yo te leemos tres cuentos antes de dormir. No aceptas un solo cuento ni dos, tienen que ser tres». Y a diferencia de la propia infancia de Zambra, llena de televisión, la infancia de su hijo Silvestre transcurre con la idea —falsa, pero sostenida por sus progenitores— de que la televisión de la pieza de sus padres está descompuesta. La lectura, así, es mucho más que una entretención: es un modo de construir un vínculo, pero también un modo de prepararse para lo que depara el futuro. Sin embargo, se distancia de esa visión de la literatura infantil como una versión aguada de aquella que leen los adultos: «La idea de que hago y leo una literatura de verdad y que los libros que leemos juntos son una especie de sustituto o de sucedáneo o de imitación o de preparación para la literatura verdadera me parece tan injusta como falsa».

La literatura infantil que prefiere Zambra, entonces, no es una literatura de moralejas, didactismos vacíos o lenguajes depurados de posibles ofensas —como se hizo recientemente con Roald Dahl—, sino una literatura inteligente, profunda y llena de humor, que puede leerse y disfrutarse a cualquier edad.

El registro híbrido de la primera parte del libro deja espacio, en la segunda, a una narración más tradicional, compuesta por cinco relatos (y un «Recado para mi hijo» que sirve como coda) que comparten las referencias a la paternidad. Si en «Garabatos» esas alusiones aparecen como telón de fondo a una amistad entre dos adolescentes, en «Cogoteros de ojos azules» o «Lecciones tardías de pesca con mosca» las relaciones padre-hijo son las protagonistas. En el primero, el hijo escritor transforma una anécdota vivida con su padre en objeto de uno de sus relatos (justamente el que estamos leyendo), y el padre, desde el teléfono, lee, comenta y corrige el modo en que esa historia real se traspasa a la ficción. En el segundo, la afición paterna por la pesca abre un espacio para observarlo con otros ojos, mostrando cómo los hijos nunca tienen la perspectiva suficiente para mirar a esos personajes complejos, mucho más ambiguos de lo que solemos creer. En todos estos relatos, aparece la mejor versión de Zambra, capaz de construir cuentos con una aparente sencillez y llaneza, pero apuntando a aquellos guiños, palabras y modos de ser que tanto caracterizan al Chile contemporáneo.

«No está claro que hayamos, en propiedad, elegido un equipo de fútbol. Para muchos de nosotros ese aspecto de la herencia paterna fue el único que nunca cuestionamos», dice el narrador y protagonista en «Introducción a la tristeza futbolística». Sin embargo, a pesar de haber tenido un padre fanático de ese deporte, unas páginas más adelante no solo cuestiona esa pasión, sino que la niega, la rechaza por completo para conquistar a una mujer. Pero, como casi siempre sucede con Zambra, ese giro se resuelve con una buena dosis de humor y soltura: las ausencias y desapariciones que hacían a su polola pensar en una amante no eran sino escapadas para ver partidos de fútbol a escondidas. Y esa misma afición heredada será la que él transmitirá, a su vez, a su hijo Silvestre, aunque en otra geografía y, por tanto, con otros jugadores y equipos involucrados.

Otro elemento que distingue esta obra es el modo en que se retratan los duros trabajos que implica la paternidad. Hay, qué duda cabe, horas insomnes, sobrecarga de labores domésticas y una omnipresencia de demandas infantiles de la más diversa laya. Sin embargo, la paternidad de Zambra está lejos de ese escenario brutal, opresivo, desgastante y lleno de expectativas que es la maternidad para cierta literatura chilena reciente. Basta revisar novelas recientes como Limpia (2022), de Alia Trabucco [ver comentario del autor en CIPER Opinión 29.05.2023], o La grieta (2023), de Catalina Infante, para darse cuenta de esa aproximación simplificada que no ve en los hijos sino cargas, exigencias físicas, responsabilidades y demandas. Y si bien nadie pone en cuestión que la maternidad tiene un costo físico del que los padres solo pueden ser testigos externos, la mirada de Zambra es más benevolente con la responsabilidad que involucran los hijos, porque logra ver, al mismo tiempo, el vaso medio lleno de esta etapa de la que muchos hemos estado en algún momento envueltos.

En Literatura infantil todo gira en torno a ese vínculo entrañable que establece el narrador con su hijo, que lo hace interrogarse, también, sobre la presencia de su propio padre en su vida. Todas estas relaciones están cruzadas, además, por la vida del narrador en México, lejos de su familia de origen, y por la pandemia que obliga al encierro y a una relación mucho más intensa con el hijo que ya no va a la escuela. Y a lo largo de todo este proceso de aprender a ser padre y de interrogar su propia historia, Alejandro escribe este libro que leemos. Lo encontramos, por tanto, en muchas facetas: la del hijo que está lejos de su país, del padre que escribe y lucha con sus migrañas, del testigo que anota episodios y anécdotas para que Silvestre conozca su historia, del narrador que hace del pasado un relato que puede, a su vez, contarse y transmitirse. Y como en toda literatura, hay ahí una oportunidad de hacerle frente a la soledad:

«La lectura silenciosa es en cierto modo una conquista; quienes leemos en silencio y en soledad aprendemos, justamente, a estar solos, o mejor dicho reconquistamos una soledad menos agresiva, una soledad vaciada de angustia; nos sentimos poblados, multiplicados, acompañados mientras leemos en silenciosa soledad sonora. Pero eso vas a descubrirlo por ti mismo dentro de unos años, yo lo sé.»