Columna publicada el miércoles 17 de noviembre de 2021 por CNN Chile.

Es normal que en periodos de crisis se depositen ilusiones en hechos, actitudes o personas que tengan la potencialidad de cambiar las cosas, aunque sea en un mínimo grado. De ahí el dicho popular, pero sabio, de que “la esperanza es lo último que se pierde”. Y tiene razón, pues constituye una disposición interna de la que nadie puede ser despojado. La esperanza, por tanto, nos permite soportar ciertos suplicios y situaciones desagradables en el presente, mientras nos enfocamos en el futuro, confiando en que este traerá, al fin, tiempos mejores.

En general, la actitud descrita frente al porvenir muchas veces tiene que ver con la promesa de liberación de ciertos estados; sean fácticos, físicos, psicológicos y también religiosos. Es por eso, de hecho, que desde la aparición de religiones de salvación con aspiraciones universales se han elaborado constantemente diferentes profecías y promesas sobre la inminente llegada de un liberador que traerá un futuro reino trascendente de abundancia y paz. “Un mesías vendrá”. El término, por cierto, viene del hebreo mashiah y significa ungir. El ungido sería esa persona elegida que liberará a la comunidad del estado de cosas opresor en que se encuentra, ya sea la abolición de la esclavitud, los abusos, los tratos degradantes, la guerra, y el hambre. Todo esto tiene su pertinencia en la dimensión religiosa: estas expectativas no solo constituyen una fuente de esperanza, sino que también le quita la soberbia pretensión de carácter último a la lógica con que usualmente operamos.

La mejor muestra de lo anterior es el uso de un tipo de mesianismo político en Chile. A menudo se dice que transcurrimos por tiempos secularizados, pero tal vez sea más correcto decir que —hace ya un buen rato— estamos en tiempos de religiones políticas. Porque las expectativas y categorías descritas no han desaparecido, sino que se han instalado en el plano político, donde resultan bastante menos pertinentes. Es así como para gran parte de la izquierda (sino toda) aquellos personajes de la revuelta vinieron a “liberarnos” de un modelo abusivo y por sobre todo opresor (del “Estado opresor y violador”) y deberíamos estarles agradecidos. Los escolares que se atrevieron a saltar los torniquetes fueron los primeros héroes, y merecerían reconocimiento, culto y su registro en los libros de historia. Estos fueron sólo las campanas que supuestamente avisaron el inicio de un derrumbe advertido años atrás. La realidad así tendió a dividirse entre buenos y malos: entre los bondadosos que desean el cambio y los viles que se empeñan en mantener el statu quo. Todo visto desde la hegemonía de esa óptica opresiva. Para Carlos Ruiz, por ejemplo, todo sería tan simple “como consultar por la opinión que se tiene sobre la juventud para ver de qué lado se está del conflicto”. Y alguien tiene que perder, pues no hay salvación sin condenación. Tampoco hay elegidos sin reprobados. De tal forma, grandiosa u horrible, ya a más de dos años, este estallido social de carácter “redentor” cortó nuestra historia, levantando y oponiendo a su vez a dos Chiles: uno que no se resigna a desaparecer y otro que no se cansa de continuar su cruzada contra el pasado.

La diputada Camila Vallejo muestra lo que trato de explicar al decir de forma explícita que debería respetarse a “quienes iniciaron un proceso inédito de transformación en Chile” y que “muchos jóvenes que se atrevieron salieron sin miedo e iniciaron un proceso de revuelta popular que nos permite tener una convención constitucional inédita”. Aquellas palabras ilustran cómo la izquierda, en general, ha hecho carne la épica redentora de un mesianismo (terrenal y material) en aquellos que supieron ser útiles para cumplir objetivos que deseaban, o sea en acabar con el “modelo”, con el “reinado de la opresión”. Así la hostilidad y resentimiento, son ensalzados y canalizados en un sueño de liberación final, volviéndose las “formas primordiales de relación con el mundo”. Nuestros ungidos vinieron a salvarnos, a redimirnos, y el uso de los medios que utilicen para tal tarea no importan, sólo lo hace el gran fin.

Es cosa de recordar el ambiente cuasi-religioso y ritualesco del homenaje a la “primera línea” en junio de 2020. La creación de nuevos símbolos y héroes. Tal acto fue un bochornoso reconocimiento del aparato legislativo —que pretende representar a todos— a los que practican la violencia sólo porque sirvió a causas políticas determinadas. Pero, ¿qué pasaba si el movimiento hubiese sido para profundizar el capitalismo? o, ¿qué sucedería si la protesta dentro de unos años gira para transformarse en una de derecha? ¿también habrían homenajes? Pese a todo, este tipo de señales saben producir efectos importantes en la psiquis del violentista, ya que parecen hacerle creer que ha sido escogido de verdad para traer un futuro de prosperidad. Pues fue el mismo sistema político, quien con tales acciones, pareciera haberle encargado en su momento esa tarea. En otras palabras: “hagan lo que nosotros no pudimos”.

En Chile al menos, la violencia ha sido la principal herramienta de este tipo de liberación —lo que recuerda a la profecía que advertía la venida del mesías guerrero—, ya que, de cierta forma, es ejercida como una acción sacrificial para recuperar aquel sentido perdido, aunque luego termine desembocando en todo lo contrario. Pero, lo que ignora el violentista es que al momento de la destrucción, en su propio éxtasis nihilista, ignora convertirse en un medio, debido al estado de alineamiento que le otorga la multitud y los destrozos. Lo que sucede es que los “ungidos” son utilizados desde arriba, por los mismos “profetas” que los anunciaron. Suena odioso, pero así es, ya que la presión ejercida al sistema político suele ser encauzada por otra gente más poderosa, que se sirven de tales acciones abusivas para lograr sus propios fines particulares. Es por eso que luego se protege a los “salvadores” con proyectos de indultos y amnistías, pues para cierta élite les resultan útiles. Así, mientras el violentista se juega la piel contra las fuerzas de orden, su apologista y profeta lo intenta resguardar desde arriba, desde el poder, y siempre ex post, pues todo depende de la conveniencia de un resultado conocido.

En este proceso tanto el falso “ungido” como el falso “profeta” han creído ganar: el primero creyendo haber encontrado una finalidad en su vida, pensando que con la destrucción logra algo importante, por alguna vez. El segundo, obteniendo más poder de decisión, pues se siente intérprete del pasado, presente y por sobre todo predictor del futuro. Pero, ¿será realmente así? ¿todo fue para mejor? ¿cuál será el camino de una revolución en el momento en que esta se convierte en el statu quo y luego de que la redención prometida se quede en eso, una mera promesa? ¿O qué pasaría si esa acción provoca una reacción y la ciudadanía decide darle vuelta la espalda a esos ungidos y profetas, como anuncian algunas encuestas de cara a este domingo? Después de todo, profetas charlatanes y falsos ungidos ha habido siempre, pero de muy distinto signo. No tardaremos en ver llegar unos nuevos.